jueves, 22 de noviembre de 2007

Las ciudades invisibles (Italo Calvino)


El hombre camina días enteros entre los árboles y las piedras. Raramente el ojo se detiene en una cosa, y es cuando la ha reconocido como el signo de otra: una huella en la arena indica el paso del tigre, un pantano anuncia una vena de agua, la flor del hibisco el fin del invierno. Todo el resto es mudo es intercambiable; árboles y piedras son solamente lo que son. Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se adentra en ella por calles llenas de enseñas que sobresalen de las paredes. El ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas: las tenazas indican la casa del sacamuelas, el jarro la taberna, las alabardas el cuerpo de guardia, la balanza el herborista. Estatuas y escudos representan leones delfines torres estrellas: signo de que algo —quién sabe qué— tiene por signo un león o delfín o torre o estrella. Otras señales advierten sobre aquello que en un lugar está prohibido: entrar en el callejón con las carretillas, orinar detrás del quiosco, pescar con caña desde el puente, y lo que es lícito: dar de beber a las cebras, jugar a las bochas, quemar los cadáveres de los parientes. Desde la puerta de los templos se ven las estatuas de los dioses, representados cada uno con sus atributos: la cornucopia, la clepsidra, la medusa, por los cuales el fiel puede reconocerlos y dirigirles las plegarias justas. Si un edificio no tiene ninguna enseña o figura, su forma misma y el lugar que ocupa en el orden de la ciudad basta para indicar su función: el palacio real, la prisión, la casa de moneda, la escuela pitagórica, el burdel. Hasta las mercancías que los comerciantes exhiben en los mostradores valen no por sí mismas sino como signo de otras cosas: la banda bordada para la frente quiere decir elegancia, el palanquín dorado poder, los volúmenes de Averroes sapiencia, la ajorca para el tobillo voluptuosidad. La mirada recorre las calles como páginas escritas: la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino registrar los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes.Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura de signos, qué contiene o esconde, el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido. Afuera se extiende la tierra vacía hasta el horizonte, se abre el cielo donde corren las nubes. En la forma que el azar y el viento dan a las nubes el hombre ya esta entregado a reconocer figuras: un velero, una mano, un elefante..."
Muchas gracias a Rocío por resta aportación

sábado, 1 de septiembre de 2007

La emboscadura, de Ernst Jünger


«Irse al bosque», «emboscarse» - lo que detrás de esas expresiones se
esconde no es una actividad idílica. Antes al contrario, el lector de este escritohabrá de disponerse a emprender una excursión que da que pensar, una caminata que conducirá no sólo allende los senderos trillados, sino también allende los límites de este libro.

La cuestión de que aquí se trata es una cuestión medular de nuestro tiempo, es decir, una cuestión que en todo caso entraña peligros amenazadores. Al igual que lo hicieron en su momento nuestros padres y nuestros abuelos, también nosotros hablamos mucho de «cuestiones». De entonces acá eso que se denomina en este sentido una cuestión ha sufrido ciertamente cambios significativos. ¿Hemos llegado a cobrar consciencia de esto en grado suficiente?

No quedan tan lejos de nosotros los tiempos en que tales cuestiones eran
vistas como grandes enigmas -como el «enigma del mundo», por ejemplo- y abordadas con optimismo, con un optimismo que se creía capaz de hallarles solución. Las otras cuestiones diferentes de éstas eran consideradas más bien como problemas prácticos; así, la cuestión femenina o la cuestión social en general. También de estos problemas se pensaba que eran solucionables, aunque la solución no se esperaba tanto de la investigación cuanto de la evolución de la sociedad hacia unos órdenes nuevos.


Entretanto la cuestión social ha quedado resuelta en vastas zonas de nuestro planeta. La sociedad sin clases ha hecho evolucionar de tal manera esa cuestión, que ésta ha pasado a convertirse más bien en una parte de la política exterior. Esto no quiere decir, naturalmente, que estén desapareciendo sin más las cuestiones, como se creyó en los primeros momentos de euforia -afloran a la superficie, por el contrario, otras cuestiones, unas cuestiones que son distintas de las anteriores y más candentes que ellas.


Con una de estas cuestiones vamos a ocuparnos aquí.

viernes, 27 de julio de 2007

Drácula, de Bram Stoker



Entonces, al tiempo que volábamos, el cochero se inclinó hacia adelante y, a cada lado, los pasajeros, apoyándose sobre las ventanillas del coche, escudriñaron ansiosamente la oscuridad. Era evidente que se esperaba que sucediera algo raro, pero aunque le pregunté a cada uno de los pasajeros, ninguno me dio la menor explicación. Este estado de ánimo duró algún tiempo, y al final vimos cómo el desfiladero se abría hacia el lado oriental. Sobre nosotros pendían oscuras y tenebrosas nubes, y el aire se encontraba pesado, cargado con la opresiva sensación del trueno. Parecía como si la cordillera separara dos atmósferas, y que ahora hubiésemos entrado en la tormentosa. Yo mismo me puse a buscar el vehículo que debía llevarme hasta la residencia del conde. A cada instante esperaba ver el destello de lámparas a través de la negrura, pero todo se quedó en la mayor oscuridad. La única luz provenía de los parpadeantes rayos de luz de nuestras propias lámparas, en las cuales los vahos de nuestros agotados caballos se elevaban como nubes blancas. Ahora pudimos ver el arenoso camino extendiéndose blanco frente a nosotros, pero en él no había ninguna señal de un vehículo. Los pasajeros se reclinaron con un suspiro de alegría, que parecía burlarse de mi propia desilusión. Ya estaba pensando qué podía hacer en tal situación cuando el cochero, mirando su reloj, dijo a los otros algo que apenas pude oír, tan suave y misterioso fue el tono en que lo dijo. Creo que fue algo así como "una hora antes de tiempo". Entonces se volvió a mí y me dijo en un alemán peor que el mío:
—No hay ningún carruaje aquí. Después de todo, nadie espera al señor. Será mejor que ahora venga a Bucovina y regrese mañana o al día siguiente; mejor al día siguiente.
Mientras hablaba, los caballos comenzaron a piafar y a relinchar, y a encabritarse tan salvajemente que el cochero tuvo que sujetarlos con firmeza. Entonces, en medio de un coro de alaridos de los campesinos que se persignaban apresuradamente, apareció detrás de nosotros una calesa, nos pasó y se detuvo al lado de nuestro coche. Por la luz que despedían nuestras lámparas, al caer los rayos sobre ellos, pude ver que los caballos eran unos espléndidos animales, negros como el carbón. Estaban conducidos por un hombre alto, con una larga barba grisácea y un gran sombrero negro, que parecía ocultar su rostro de nosotros. Sólo pude ver el destello de un par de ojos muy brillantes, que parecieron rojos al resplandor de la lámpara, en los instantes en que el hombre se volvió a nosotros. Se dirigió al cochero:
—Llegó usted muy temprano hoy, mi amigo.
El hombre replicó balbuceando:
—El señor inglés tenía prisa.
Entonces el extraño volvió a hablar:
—Supongo entonces que por eso usted deseaba que él siguiera hasta Bucovina. No puede engañarme, mi amigo. Sé demasiado, y mis caballos son veloces.
Y al hablar sonrió, y cuando la luz de la lámpara cayó sobre su fina y dura boca, con labios muy rojos, sus agudos dientes le brillaron blancos como el marfil. Uno de mis compañeros le susurró a otro aquella frase de la "Leonora" de Burger:
"Denn die Todten reiten schnell"

miércoles, 18 de julio de 2007

2001, una odisea en el espacio. Arthur C. Clark.


Prólogo


Tras cada hombre viviente se encuentran treinta fantasmas, pues tal es la proporción numérica con que los muertos superan a los vivos. Desde el alba de los tiempos , aproximadamente cien mil millones de seres humanos han transitado por el planeta Tierra.Y es en verdad un número interesante , pues por curiosa coincidencia hay aproximadamente cien mil millones de estrellas en nuestro universo local , la Vía Láctea. Así , por cada hombre que jamás ha vivido luce una estrella en ese Universo.


Pero , cada una de esas estrellas es un sol , a menudo mucho más brillante y magnífico que la pequeña y cercana a la que denominamos el Sol. Y muchos- quizás la mayoría- de esos soles lejanos tienen planetas circundándolos. Así casi con seguridad hay suelo suficiente en el firmamento para ofrecer a cada miembro de las especies humanas , desde el primer hombre- mono , su propio mundo particular : cielo...o infierno

martes, 3 de julio de 2007

Yo te amo, Eternidad. Friedrich Nietzsche



Este Fragmento corresponde a "Así habló Zaratustra"



Si yo soy un adivino y estoy lleno de aquel espíritu vaticinador que camina sobre una
elevada cresta entre dos mares, -
que camina como una pesada nube entre lo pasado y lo futuro, hostil a las hondonadas
sofocantes y a todo lo que está cansado y no es capaz ni de vivir ni de morir:
dispuesta en su oscuro seno a lanzar el rayo y el redentor resplandor, grávida de rayos
que dicen ¡sí!, ríen ¡sí!, dispuesta a lanzar vaticinadores resplandores fulgurantes: -
- ¡bienaventurado el que está grávido de tales cosas! ¡Y, en verdad, mucho tiempo tiene
que estar suspendido de la montaña, cual una mala borrasca, quien alguna vez debe encender
la luz del futuro! -
Oh, cómo no iba yo a anhelar la eternidad y el nupcial anillo de los anillos, - ¡el anillo
del retorno!
Nunca encontré todavía la mujer de quien quisiera tener hijos, a no ser esta mujer a
quien yo amo: ¡pues yo te amo, oh eternidad!
¡Pues yo te amo, oh eternidad!

domingo, 17 de junio de 2007

Los cuadernos de Lauris Malte Brigge (Rainer Maria Rilke)


No puedo dormir sin la ventana abierta. Los tranvías ruedan estrepitosamente a través de mi habitación. Los autos pasan por encima de mí. Suena una puerta. En algún sitio cae un vidrio chasqueando. Oigo la risa de los trozos grandes de cristal y la leve risilla de las esquirlas. Después, de pronto, un ruido sordo, ahogado, al otro lado, en el interior de la casa. Alguien sube la escalera. Se acerca, se acerca sin detenerse. Esta ahí, mucho tiempo ahí, pasa. Otra vez la calle. Una chica grita: "Ah! tais toi, je ne veux plus!" El tranvía eléctrico acude, todo agitado, pasa por encima, más allá de todo. Alguien llama. Hay gentes que corren, se agolpan. Un perro ladra. ¡Qué alivio! Un perro. Hacia la madrugada hay hasta un gallo que canta, y es una infinita delicia. Después, de pronto, me duermo. Hay los ruidos. Pero hay algo aún más terrible: el silencio. Creo que en los grandes incendios sobreviene a veces un momento de máxima tensión: los chorros de agua declinan; los bomberos no trepan ya; nadie se mueve. Silenciosamente, una negra cornisa se desprende desde arriba, y un alto muro, tras del que salen las llamas, se inclina sin ruido hacia adelante. Todo está inmóvil y espera, encogidos los hombros y juntas las cejas, el tremendo desplome. Así es aquí el silencio. Aprendo a ver. No sé por qué, todo penetra en mí más profundamente, y no permanece donde, hasta ahora, todo terminaba siempre. Tengo un interior que ignoraba. Así es desde ahora. No sé lo que pasa.

sábado, 9 de junio de 2007

El hombre en busca de sentido (Victor Frankl)


Rocío de Juan nos propone este fragmento.


Pero mi mente se aferraba a la imagen de mi mujer, a quien vislumbraba con extraña precisión. La oía contestarme, la veía sonriéndome con su mirada franca y cordial. Real o no, su mirada era más luminosa que el sol del amanecer. Un pensamiento me petrificó: por primera vez en mi vida comprendía la verdad vertida en canciones de tantos poetas y proclamada en la sabiduría definitiva de tantos pensadores. La verdad de que el amor es la meta última y más alta a que puede aspirar el hombre. Fue entonces cuando aprendí el significado del mayor de los secretos que la poesía, el pensamiento y el credo humanos intentan comunicar: la salvación del hombre está en el amor y a través del amor. Comprendí cómo el hombre, desposeído de todo en este mundo, todavía puede conocer la felicidad -aunque sea sólo momentáneamente- si contempla al ser querido.

domingo, 3 de junio de 2007

Eugenio garcía Lavedese (Memorias de un conspirador republicano)

Javier Menéndez nos envía esta curiosa y rara entrada. No dejéis deleerla
Hallábame ya en la frontera misma: con sólo dar un paso me encontraría fuera de España. ¿Iba a ser por mucho tiempo?Pensé en mis libros más queridos: Argensola, Alarcón, Rioja, Víctor Hugo, Musset... ¿volvería a verlos como los dejaba? Durante una larga ausencia había tenido ocasión de observar que a los ratones les gustaban los buenos versos. Desde entonces nunca abandoné mis libros sin tomar ciertas precauciones que en mí se hicieron habituales. Colocaba los buenos a ciertaaltura y debajo los malos. Esta maniobra que, según mi costumbre, había puesto en práctica a mi salida de Madrid, me tranquilizaba un poco. Mis poetas favoritos habían quedado arriba y abajo había prosa de Cañete y versos de Cánovas para que los ratones se entretuvieran.

viernes, 1 de junio de 2007

El vino del estío (Ray Bradbury)



Rocío de Juan nos recomiendo este texto. Que lo disfrutéis.


Era una madrugada tranquila. La oscuridad cubría el pueblo y se estaba bien en cama. El verano henchía el aire, el viento soplaba adecuadamente, el aliento del mundo era largo, tibio y lento. Bastaba levantarse y asomarse a la ventana para saber que éste era realmente el tiempo primero de la libertad y la vida, que ésta era la madrugada primera del estío.


Douglas Spaulding, de doce años, abrió los ojos y dejó que el verano lo meciera perezosamente en su corriente nocturna. Acostado, sintió que cabalgaba en los elevados vientos de junio, con el alto poder que le daba el cuarto abovedado de un tercer piso, en el edificio mayor del pueblo. De noche, cuando los árboles eran una única ola, lanzaba su mirada, como la luz de un faro, sobre enjambres de olmos y robles y arces. Ahora...


-Oh... -susurró Douglas.


Todo un verano que atravesaría el calendario, día a día. Como la diosa Siva en los libros de viaje, vio unas manos que iban y venían, recogiendo manzanas ácidas, melocotones, y ciruelas de medianoche. Se vestiría de árboles y arbustos y ríos. Se helaría, alegremente, en la puerta escarchada de la casa de los helados. Se tostaría, felizmente, con diez mil pollos, en el horno de la abuela.Pero ahora lo esperaba una tarea familiar.Una noche, todas las semanas, dejaba a sus padres y su hermanito Tom, que dormían en la casita de al lado, y subía aquí, por la oscura escalera de caracol, a la cúpula de los abuelos, y en esta torre de brujo podía dormir con truenos y visiones, y despertar antes del cristalino tintineo de las botellas de leche, y celebrar su ritual mágico.De pie, ante la ventana abierta en la oscuridad, Douglas aspiró profundamente, y sopló. Las luces de la calle se apagaron como velas en una torta negra. Sopló otra vez y otra vez, y las estrellas empezaron a desvanecerse.Sonrió. Apuntó con el dedo.Allí, y aquí. Ahora aquí, y aquí...Las luces de las casas parpadearon lentamente y unos cuadrados amarillos se recortaron en la pálida tierra matinal. Un rocío de ventanas se encendió de pronto, a lo lejos, en el campo del alba.


-Bostezad todos. Todos arriba.El caserón se movió en el piso bajo.


-¡Abuelo, saca los dientes del vaso!Esperó un momento.-¡Abuela, bisabuela, freíd las tortas!El aroma caliente de la manteca subió por los callados pasillos y visitó a los pensionistas, los tíos, los primos.


-Calle donde viven los viejos, ¡despierta! Señorita Helen Loomis, coronel Freeleigh, señorita Bentley, ¡tosan, despierten, tomen sus píldoras, muévanse! Señor Jonas, ¡enganche su caballo, saque su carro!Las casas descoloridas en la barranca del pueblo abrieron unos taciturnos ojos de dragón. Pronto dos viejas resbalarían en la Máquina Verde por las avenidas matinales, saludando a todos los perros.


-Señor Tridden, ¡busque su carreta!Pronto, echando chispas azules, el tranvía del pueblo navegaría por las calles de márgenes de ladrillos.-¿Listos, John Huff, Charlie Woodman? -murmuró Douglas a la calle de los niños


-. ¿Listas? -les dijo a las húmedas pelotas de béisbol en los prados, a las hamacas que colgaban vacías de los árboles.-Mamá, papá, Tom, despertad.Los relojes despertadores sonaron débilmente. El reloj de la alcaldía retumbó sobre el pueblo. Los pájaros saltaron de los árboles, como una red echada al aire, cantando. Douglas, director de una orquesta, apuntó al cielo del este.El sol empezó a levantarse.Douglas cruzó los brazos y sonrió con una sonrisa de mago. Sí, señor, pensó, todos saltan, todos corren cuando grito. Será una estación maravillosa. Castañeteó los dedos por última vez.Las puertas se abrieron de par en par. La gente salió de las casas.


Empezaba el verano de 1928

miércoles, 23 de mayo de 2007

La albatros (Stanislaw Lem)


El almuerzo se componía de siete platos sin con­tar los entremeses. Los carritos con el vino rodaban sin ruido por los acristalados pasillos. Cada mesa es­taba iluminada por un foco situado en el techo. Mien­tras comían la sopa de tortuga la iluminación fue de color limón, durante el pescado casi blanca con mati­ces azulados. Al pollo lo inundó el rosa mezclado con un sedoso y cálido gris. Afortunadamente, no oscu­recieron las luces durante el café, pues el estado de ánimo de Pirx era ya lo bastante sombrío. La comida había terminado con sus energías. Se prometió a sí mismo que, a partir de ese momento, comería en la cubierta inferior, en el bar. Toda aquella etiqueta le resultaba excesiva. Tenía que estar todo el rato preo­cupándose de dónde ponía los codos. ¡Y vaya desfile de modas! La sala era circular y estaba hundida me­dio rellano en relación al resto del piso, rodeada por un anfiteatro de escalones. Parecía un gigantesco pla­to de color oro crema, lleno de los más apetecibles aperitivos del mundo; los vestidos rígidos, semitrans­parentes, susurraban a sus espaldas. Una multitud festiva y alegre llenaba la sala. Una orquesta auténtica tocaba música bailable y verdaderos camareros, cada uno de ellos ataviado como un director de orquesta, servían la comida. «La Transgalactic le ofrece intimi­dad, servicio individualizado, discreción, auténtica hospitalidad y una tripulación compuesta exclusiva­mente por seres humanos, cada uno de ellos un artis­ta en su oficio.»

viernes, 18 de mayo de 2007

La rebelión de las masas (José Ortega y Gasset)


Nadie, creo yo, deplorará que las gentes gocen hoy en mayor medida y número que antes, ya que tienen para ello el apetito y los medios. Lo malo es que esta decisión tomada por las masas de asumir las actividades propias de las minorías no se manifiesta, ni puede manifestarse, sólo en el orden de los placeres, sino que es una manera general del tiempo. Así — anticipando lo que luego veremos — , creo que las innovaciones políticas de los más recientes años no significan otra cosa que el imperio político de las masas. La vieja democracia vivía templada por una abundante dosis de liberalismo y de entusiasmo por la ley. Al servir a estos principios, el individuo se obligaba a sostener en sí mismo una disciplina difícil.


Al amparo del principio liberal y de la norma jurídica podían actuar y vivir las minorías. Democracia y ley, convivencia legal, eran sinónimos. Hoy asistimos al triunfo de una hiperdemocracia en que la masa actúa directamente sin ley, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos. Es falso interpretar las situaciones nuevas como si la masa se hubiese cansado de la política y encargase a personas especiales su ejercicio. Todo lo contrario. Eso era lo que antes acontecía, eso era la democracia liberal.


La masa presumía que, al fin y al cabo, con todos sus defectos y lacras, las minorías de los políticos entendían un poco más de los problemas públicos que ella. Ahora, en cambio, cree la masa que tiene derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café. Yo dudo que haya habido otras épocas de la historia en que la muchedumbre llegase a gobernar tan directamente como en nuestro tiempo. Por eso hablo de hiperdemocracia. Lo propio acaece en los demás órdenes, muy especialmente en el intelectual. Tal vez padezco un error; pero el escritor, al tomar la pluma para escribir sobre un tema que ha estudiado largamente, debe pensar que el lector medio, que nunca se ha ocupado del asunto, si le lee, no es con el fin de aprender algo de él, sino, al revés, para sentenciar sobre él cuando no coincide con las vulgaridades que este lector tiene en la cabeza. Si los individuos que integran la masa se creyesen especialmente dotados, tendríamos no más que un caso de error personal, pero no una subversión sociológica. Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera. Como se dice en Norteamérica: ser diferente es indecente. La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado. Y claro está que ese "todo el mundo" no es "todo el mundo". "Todo el mundo" era, normalmente, la unidad compleja de masa y minorías discrepantes, especiales. Ahora "todo el mundo" es sólo la masa.

jueves, 10 de mayo de 2007

Opus Nigrum (Margarite Yourcenar)


Silodibri nos propone este fragmento. Espero que os guste


Permanecía sentado, con la barbilla agachada, en el cuarto invadido por el húmedo crepúsculo. El color rojo del fuego teñía sus manos manchadas deácidos, marcadas en varios sitios con pálidas cicatrices de quemaduras, y se veía que consideraba con atención aquellas extrañas prolongaciones del alma,aquellas grandes herramientas de carne que sirven para tomar contacto con todas las cosas.
—¡Alabado sea yo! —dijo por fin con una especie de exaltación en la que Henri-Maximilien hubiese podido reconocer al Zenón ebrio de sueños mecánicos compartidos con Colas Gheel—. Nunca podré dejar de maravillarme de que estacarne sostenida por sus vértebras, este tronco unido a la cabeza por el istmo del cuello y que dispone simétricamente sus miembros en torno a él, contengan y quizá produzcan un espíritu que saca partido de mis ojos para ver y de mis movimientos para palpar... Conozco sus límites y sé que le faltará tiempo para llegar más allá, y asimismo fuerza, si por casualidad le fuera concedido el tiempo. Pero existe y, en estos momentos, él es Aquel que Es. Sé que se equivoca y yerra, que a menudo interpreta torcidamente las lecciones que el mundo le dispensa, pero también sé que hay en él algo que le permite conocer y en ocasiones rectificar sus propios errores. He recorrido al menos una parte de la bola del mundo en que nos hallamos; estudié el punto de fusión de los metales y la generación de las plantas; he observado los astros y examiné el interior de los cuerpos. Soy capaz de extraer de este tizón que ahora levanto la noción de peso, y de esas llamas la noción de calor. Sé que no sé lo que no sé; envidio a aquellos que sabrán más que yo, pero también sé que tendrán que medir, pesar, deducir y desconfiar de sus deducciones exactamente igual que yo, y ver en lo falso parte de lo verdadero, y tener en cuenta en lo verdadero la eterna mixtión de lo falso. Jamás me agarré a una idea por temor al desamparo en que caería sin ella. Nunca aliñé un hecho verdadero con la salsa de la mentira, para hacerme su digestión más fácil. Nunca deformé el parecer del adversario para llevar la razón más fácilmente, ni siquiera, durante el debate sobre el antimonio, el de Bombast, que no me lo agradeció. O más bien sí: me sorprendí haciéndolo y cada vez que estoo currió, me reñí a mí mismo como se riñe a un criado poco honrado, y no me devolví mi confianza hasta obtener de mí mismo la promesa de hacer las cosas mejor. He soñado mis sueños; no pretendo que sean más que sueños. Me guardé muy bien de hacer de la verdad un ídolo, prefiriendo dejarle su nombre más humilde de exactitud. Mis triunfos y mis riesgos no son los que se cree; existen glorias distintas de la gloria y hogueras distintas de la hoguera. He llegado casi adesconfiar de las palabras. Moriré un poco menos necio de lo que nací.
—Eso está bien —dijo bostezando el guerrero—. Pero públicos rumores os atribuyen logros más sólidos. Fabricáis oro.
—No —dijo el alquimista—, pero otros sí lo lograrán. Es cuestión de tiempo y de herramientas adecuadas para llevar la experiencia a buen término. ¿Y quésignifican unos cuantos siglos?
—Mucho tiempo, si hay que pagar la cuenta del Agneau d’Or —dijo bromeando el capitán.
—Hacer oro será algún día tan fácil como soplar el vidrio —continuó Zenón—. A fuerza de horadar con nuestros dientes la corteza de las cosas, acabaremos por encontrar la razón oculta de las afinidades y desacuerdos... Una brocha mecánica o una bobina que se devana sola no significan mucho y, sin embargo, esa cadena de pequeños descubrimientos podría llevarnos más lejos de lo que fueron Magallanes y Américo Vespuccio en sus viajes. Siento rabia cuando pienso que la invención humana se detuvo tras haber inventado la primera rueda, la primera torre, la primera fragua; apenas si nos hemos preocupado de diversificar las aplicaciones del fuego que robamos al cielo. Y, sin embargo, bastaría aplicarse para deducir de algunos sencillos principios toda una serie deingeniosas máquinas que aumentarían la sabiduría y el poder de los hombres:aparatos que con sus movimientos produjesen calor, conductos que propagaran el fuego como otros propagan el agua y que dieran vueltas en beneficio dedestilaciones y fundiciones como el dispositivo de los antiguos hipocaustos y estufas orientales... Riemer, en Ratisbona, cree que el estudio de las leyes del equilibrio permitiría construir, para la guerra y la paz, unos carros que volaran por el aire y nadasen bajo el agua. Vuestra pólvora de cañón, que relega las hazañas de Alejandro a la categoría de juegos infantiles, nació así de las cogitaciones de un cerebro...
—¡Alto ahí! —dijo Henri-Maximilien—. Cuando nuestros padres prendieron fuego a la mecha por primera vez, se hubiera podido creer que ese ruidoso hallazgo revolucionaría el arte de la guerra y abreviaría los combates por falta de combatientes. No fue así, ¡a Dios gracias! Se mata aún más (y aún eso lo dudo) y la única diferencia consiste en que mis soldados manejan el arcabuz, en lugar de la ballesta. Pero el viejo valor, la vieja cobardía, la vieja astucia, la vieja disciplina y la vieja insubordinación son lo mismo que eran y junto a ellos el artede avanzar, de retroceder o de permanecer en el sitio, de infundir miedo y de fingir no tenerlo. Nuestros guerreros siguen plagiando a Aníbal y compulsando a Vegecio. Continuamos igual que antaño, colgados del culo de los maestros.

miércoles, 9 de mayo de 2007

La lengua absuelta (Elias Canetti)


Mi recuerdo más remoto está bañado de rojo. Salgo por una puerta en brazos de una muchacha, ante mí el suelo es rojo y a la izquierda desciende una escalera igualmente roja. Frente a nosotros, a la misma altura, se abre una puerta y aparece un hombre sonriente que viene amigablemente hacia mí. Se me aproxima mucho, se detiene, y me dice: "¡Enseña la lengua!". Yo saco la lengua, él palpa en su bolsillo, extrae una navaja, la abre y acercando la cuchilla junto a mi lengua dice: "Ahora le cortaremos la lengua". No me atrevo a retirar la lengua, él se acerca cada vez más hasta rozarla con la hoja. En el último momento retira la navaja y dice: "Hoy todavía no, mañana". Cierra la navaja y la guarda en su bolsillo. Cada mañana cruzamos la puerta y salimos al corredor rojo, se abre la puerta y aparece el hombre sonriente. Sé qué es lo que va a decir y espero su orden para mostrar la lengua. Sé que me la cortará y cada vez tengo más miedo. Así comienza el día, y la historia se repite muchas veces.

lunes, 7 de mayo de 2007

Melmoth el Errabundo (Charles Robert Maturin)


Ése -prosiguió el desconocido- es el más exquisito refinamiento del arte de torturar en el que esos seres son tan expertos: colocar la miseria al lado de la opulencia; permitir que el desventurado muera por falta de alimento, mientras oye el rumor de los espléndidos carruajes que hacen estremecer su choza al pasar, sin dejar atrás alivio alguno; permitir que el laborioso y el imaginativo desfallezcan de hambre, mientras la orgullosa mediocridad hipa saciada; permitir que el moribundo sepa que su vida podría prolongarse con una simple gota de ese estimulante licor que, prodigado en exceso, sólo produce degradación y locura en aquellos cuyas vidas socava; hacer esto es su principal objetivo, y lo logran plenamente. El infeliz que soporta, a través de las grietas, los rigores del viento invernal que se clava como flechas en sus poros, con las lágrimas que se hielan antes de llegar a desprenderse, con el alma tan entenebrecida como la noche bajo cuya bóveda estará su tumba, y con los labios pegados y viscosos incapaces de recibir el alimento que implora el hambre alojada como carbones ardientes en sus entrañas, y que, en medio del horror de un invierno sin cobijo, prefiere su desolación al antro que usurpa el nombre de hogar, sin alimento y sin luz, donde a los aullidos de la tormenta responden esos otros más feroces del hambre, donde tropieza, en un rincón oscuro y sin paja, con los cuerpos de sus hijos tendidos en el suelo, no descansando, sino desesperados. Ese ser, ¿no es suficientemente desdichado?

viernes, 4 de mayo de 2007

Boris Vian – Un corazón de oro (1949)

Esta entrada nos la propone Javier Menéndez Llamazares. Que la disfriutéis

Aulne caminaba pegado a la pared y cada cuatro pasos miraba hacia atrás con gesto receloso. Acababa de robar el corazón de oro del padre Mimile. Por supuesto, se había visto forzado a destripar un poco al pobre hombre, y, en particular, a hundirle el tórax a golpes de podadera. Pero, cuando hay de por medio un corazon de oro, no es cuestión de pararse en barras en cuanto a procedimientos.
Cuando hubo caminado trescientos metros, se quitó de manera ostentosa su gorra de ladrón y, tirándola a una alcantarilla, la reemplazó por el sombrero flexible de un hombre honrado. Su paso se hizo más seguro. Sin embargo, el corazón de oro del padre Mimile, todavía caliente, no cesaba de molestarle, porque seguía latiéndole desagradablemente en el bolsillo. Además, le hubiera gustado contemplarlo con tranquilidad, pues era un corazón que, con sólo verlo, ponía a cualquiera casi en la obligación de delinquir.

miércoles, 2 de mayo de 2007

El último encuentro (Sándor Marai)



Nuestra amiga Gentiana nos propone este fragmento:


Uno acepta el mundo, poco a poco, y muere. Comprende la maravilla y la razón de las acciones humanas. El lenguaje simbólico del inconsciente... porque las personas se comunican por símbolos, ¿te has dado cuenta?, como si hablaran un idioma extraño, chino o algo así, cuando hablan de cosas importantes, como si hablaran un idioma que luego hay que traducir al idioma de la realidad. No saben nada de sí mismas. Sólo hablan de sus deseos, y tratan desesperada e inconscientemente de esconder, de disimular. La vida se vuelve casi interesante cuando ya has aprendido las mentiras de los demás, y empiezas a disfrutar observándolos, viendo que siempre dicen otra cosa de lo que piensan, de lo que quieren en verdad... Sí, un día llega la aceptación de la verdad, y eso significa la vejez y la muerte. Pero entonces tampoco esto duele ya. Krisztina me engañó, ¡Qué frase más estúpida!... Y me engañó precisamente contigo, ¡qué rebeldía más miserable! Sí, es así, no me mires tan sorprendido: de verdad me da lástima. Más tarde, cuando me enteré de muchas cosas y lo comprendí y lo acepté todo (porque el tiempo trajo a la isla de mi soledad algunos restos, algunas señales significativas de aquel naufragio), empecé a sentir piedad al mirar al pasado, y al veros a vosotros dos, rebeldes miserables, mi esposa y mi amigo, dos personas que se rebelaban contra mí, atemorizadas y con remordimientos, consumidas por la pasión, que habían sellado un pacto de vida o muerte contra mí.

martes, 1 de mayo de 2007

Días de sol en Metrópolis (Ángel Zapata)


Esta es una aportación de Juan Carlos Márquez , que nos recomienda a este autor.


Supermán daba vueltas al globo rompiendo la barrera del sonido, hacía cosas así, y en cambio hay gente, hay hombres más que nada, que se ponen a abrir una sencilla lata de berberechos y se rebanan las pelotas. Yo soy de esos. No estoy dotado de superpoderes. En absoluto. Pero Elvira está visto que no quiere enterarse, vive en su mundo, y no pierde ocasión—sobre todo esos días en que esperamos invitados— de confrontarme con mis limitaciones:

—Cielo: ¿podrías ir abriéndome estas latitas de berberechos?

—Ya; tú lo que estás buscando es que yo me rebane las pelotas, a que sí.
—Pues no, cielo. ¡Cómo iba a querer eso! Supermán podía ver a través de los objetos sólidos. Ya no hay objetos sólidos. Los había hasta hace unos años. Pero ya no. Ahora sólo hay objetos que se acoplan y otros objetos que se desacoplan, larvas que viajan de un continente a otro, hay porteros armados con fusil que esperan a estar solos para hablar de la ruta de la seda. Va a ser de noche. Se anuncia un temporal. Y por eso se lo digo a Elvira:

—Esta mañana te he sorprendido hablando sola, Elvira.

—Y qué decía.

—Algo muy raro sobre los cuchillos.

—¿Y no recuerdas qué?

—No. No me acuerdo.

—A ver: haz un esfuerzo, venga.

—Ya; tú lo que estás buscando es que yo me rebane las pelotas, a que sí.

—Pues no, cielo. ¡Cómo iba a querer eso!

La tía Tula (Miguel de Unamuno)



La preñez de Manuela fue, en tanto, molestísima. Su fragilísima fábrica de cuerpo la soportaba muy mal. Y Gertrudis, por su parte, le recomendaba que ocultase a los niños lo anormal de su estado.
Ramiro vivía sumido en una resignada desesperación y más entregado que nunca al albedrío de Gertrudis.
––Sí, sí, bien lo comprendo ahora ––decía––, no ha habido más remedio, pero...
––¿Te pesa? ––le preguntaba Gertrudis.
––De haberme casado, ¡no! De haber tenido que volverme a casar, ¡sí!
––Ahora no es ya tiempo de pensar en eso; ¡pecho a la vida!
––¡Ah, si tú hubieras querido, Tula!
––Te di un año de plazo; ¿has sabido guardarlo?
––¿Y si lo hubiese guardado como tú querías, al fin de él qué, dime? Porque no me prometiste nada.
––Aunque te hubiese prometido algo habría sido igual. No, habría sido peor aún. En nuestras circunstancias, el haberte hecho una promesa, el haberte sólo pedido una dilación para nuestro enlace, habría sido peor.
––Pero si hubiese guardado la tregua, como tú querías que la guardase, dime: ¿qué habrías hecho?
––No lo sé.
––Que no lo sabes..., Tula..., que no lo sabes...
––No, no lo sé; te digo que no lo sé.
––Pero tus sentimientos...
––Piensa ahora en tu mujer, que no sé si podrá soportar el trance en que la pusiste. ¡Es tan endeble la pobrecilla! Y está tan llena de miedo... Sigue asustada de ser tu mujer y ama de su casa.
Y cuando llegó el peligroso parto repitió Gertrudis las abnegaciones que en los partos de su hermana tuviera, y recogió al niño, una criatura menguada y debilísima, y fue quien lo enmantilló y quien se lo presentó a su padre.
––Aquí le tienes, hombre, aquí le tienes.
––¡Pobre criatura! ––exclamó Ramiro, sintiendo que se le derretían de lástima las entrañas a la vista de aquel mezquino rollo de carne viviente y sufriente.
––Pues es tu hijo, un hijo más... Es un hijo más que nos llega.
––¿Nos llega? ¿También a ti?
––Sí, también a mí; no he de ser madrastra para él, yo que hago que no la tengan los otros.
Y así fue que no hizo distinción entre uno y otros.
––Eres una santa, Gertrudis ––le decía Ramiro––, pero una santa que ha hecho pecadores.

El gran Gatsby (Francis Scott Fitzgerald)



En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza.
"Cuando sientas deseos de criticar a alguien" -fueron sus palabras- "recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste."


No dijo nada más, pero como siempre nos hemos comunicado excepcionalmente bien, a pesar de ser muy reservados, comprendí que quería decir mucho más que eso. En consecuencia, soy una persona dada a reservarme todo juicio, hábito que me ha facilitado el conocimiento de gran número de personas singulares, pero que también me ha hecho víctima de más de un latoso inveterado. La mente anormal es rápida en detectar esta cualidad y apegarse a las personas normales que la poseen. Por haber sido partícipe de las penas secretas de aventureros desconocidos, en la universidad fui acusado injustamente de ser político. No busqué la mayor parte de estas confidencias; a menudo fingía tener sueño o estar preocupado; o cuando gracias a algún signo inconfundible me daba cuenta de que se avecinaba por el horizonte la revelación de alguna confidencia, mostraba una indiferencia hostil. Y es que las revelaciones íntimas de los jóvenes, o al menos la manera como las formulan, son por regla general plagios o están deformadas por supresiones obvias. Reservarse el juicio es asunto de esperanza ilimite.


Todavía hoy temo un poco perderme de algo si olvido que como lo insinuó mi padre en forma por demás pretencioso, y yo de la misma manera lo repito-, el sentido fundamental de la buena educación es inequitativamente repartido al nacer.

Y tras vanagloriarme de este modo de mi tolerancia, he de admitir que tiene un límite. La conducta puede estar cimentada en la dura piedra o en el pantano húmedo, pero pasado cierto punto me tiene sin cuidado en qué se funde. Cuando regresé del Este en el otoño sentí deseos de que el mundo estuviera de uniforme y con una especie de eterna vigilancia moral; no quería mas excursiones desenfrenadas con atisbos privilegiados al corazón humano. Sólo Gatsby, el hombre que presta su nombre a este libro, Gatsby, el hombre que representaba cuanto he desdeñado desde siempre, estuvo eximido de mi reacción. Si por personalidad - se entiende una serie ininterrumpida de gestos exitosos, entonces había algo fabuloso en él, una sensibilidad a flor de piel hacia las promesas de la vida, como si estuviera vinculado a uno de aquellos intrincados aparatos que registran terremotos a diez mil millas de distancia. Esta sensibilidad nada tiene que ver con la amorfa capacidad de impresionarse que adquiere categoría bajo el nombre de "temperamento creativo era, más bien, una extraordinaria disponibilidad para la esperanza, una presteza para el romance que jamás he encontrado en nadie y que probablemente no vuelva a hallar jamás. No.... Gatsby resultó bien al final; fue más bien aquello que lo devoró, esa basura hedionda que flotaba en la estela de sus sueños, lo que mató por un tiempo mi interés por las congojas intempestivas y las efímeras dichas de los hombres.

lunes, 30 de abril de 2007

El libro del desasosiego (Fernando Pessoa)


La vulgaridad es un hogar. Lo cotidiano es maternal. Después de una incursión prolija en la gran poesía, hacia los montes de aspiración sublime, hacia los peñascos de lo transcendente y de lo oculto, sabe mejor que bien, sabe a cuanto es cálido en la vida, regresar al albergue donde ríen los necios felices, beber con ellos, necio también, como Dios nos ha hecho, contento del universo que nos ha sido dado y dejando lo demás a los que escalan montañas para no hacer nada allí en lo alto.Nada me conmueve que se diga, de un hombre al que tengo por loco o necio, que supera a un hombre vulgar en muchos casos y éxitos de la vida. Los epilépticos son, durante el ataque, fortísimos; los paranoicos raciocinan como pocos hombres normales consiguen discurrir; los delirantes con manía religiosa reúnen multitudes de creyentes como pocos (si alguno hay) demagogos las reúnen, y con una fuerza íntima que éstos no logran transmitir a sus secuaces. Y todo esto no prueba sino que la locura es locura. Prefiero la derrota con el conocimiento de la belleza de las flores a la victoria en medio de los desiertos, llena de la ceguera del alma a solas con su nulidad apartada.

Qué de veces el propio sueño fútil me deja un horror a la vida interior, una náusea física de los misticismos y las contemplaciones. Con qué prisa me alejo corriendo de casa, donde así he soñado, hacia la oficina; y veo la cara de Moreira como si por fin arribase a puerto. Considerándolo bien todo, prefiero a Moreira al mundo astral; prefiero la realidad a la verdad; prefiero la vida, vamos, al Dios que la ha creado. Así me la ha dado, así la viviré. Sueño porque sueño, pero no sufro el mal propio de dar a los sueños otro valor que el de ser mi teatro íntimo, como no doy al vino, del que todavía no me abstengo, el nombre de alimento o de necesidad de la vida.