sábado, 13 de septiembre de 2008

Guía de perplejos (Maimónides)


Has de saber que los verdaderos atributos de Dios son aquellos cuya atribución se hace por medio de negaciones, lo que no trae consigo necesariamente ninguna expresión impropia, ni da lugar, en manera alguna, a atribuir a Dios ninguna imperfección, al contrario de la atribución enunciada afirmativamente, que encierra la idea de asociación e imperfección.

Tengo que explicarte primero cómo las negaciones son, en cierto modo, atributos, y en qué se distinguen de los atributos afirmativos; después te explicaré cómo no tenemos medio de dar a Dios un atributo, más que por negaciones y no de otra manera. Digo, pues, que el atributo no particulariza al sujeto de tal modo que no participe de ese atributo con otra cosa, antes bien, un atributo lo es también de un sujeto, aunque éste lo participe con otra cosa, no resultando particularización. Si, por ejemplo, viendo un hombre de lejos, preguntas qué es lo que se ve y te responden que es un animal, esto es indudablemente un atributo del objeto visto, pues aunque no lo distinga particularmente de toda otra cosa, resulta de él, sin embargo, cierta particularización, en el sentido de que el objeto visto es un cuerpo que no pertenece ni a la especie de las plantas ni a la de los minerales. Asimismo, si un hombre se encuentra en una casa y tú sabes que en ella hay un cierto cuerpo, pero no sabes qué es, supón que preguntas qué hay allí y que te han respondido que no hay ni mineral ni cuerpo vegetal, resulta de aquí cierta particularización, y tú sabes que lo que hay es un animal, aunque no sepas qué animal es. Por esta parte, pues, tienen los atributos negativos algo de común con los afirmativos, pues producen necesariamente cierta particularización, aunque ésta se reduzca a excluir por la negación todo lo que antes no creíamos que hubiera de negarse. Pero he aquí el lado por el que los atributos negativos se distinguen de los afirmativos: los atributos afirmativos, aun cuando no particularizan. indican siempre una parte de la cosa que se desea conocer, ya una parte de la sustancia, ya uno de sus accidentes, mientras que los atributos negativos no nos dan a conocer en manera alguna qué es realmente la esencia que deseamos conocer, como no sea accidentalmente, como hemos dado ejemplos de ello.
Después de esta observación preliminar, digo: es cosa demostrada que Dios, el Altísimo, es el Ser necesario, en el cual no hay composición.
De Él no alcanzamos sino que es, pero no lo que es. No se puede admitir, por tanto, que tenga atributos afirmativos, pues no tiene ser fuera de su quiddjtas, de modo que el atributo no puede ser ninguna de las dos cosas. Con mayor razón su quidditas no puede ser compuesta, de manera que el atributo pueda indicar sus dos partes y con mayor razón todavía no puede tener accidentes que puedan ser indicados por el atributo. No hay, pues, manera de dar a Dios ningún atributo afirmativo.
Hay que servirse de los atributos negativos para guiar el espíritu a lo que se debe creer de Dios; pues de ellos no resulta ninguna multiplicidad y llevan al espíritu al término de lo que al hombre es posible alcanzar de Dios. Pues se nos ha demostrado, por ejemplo, que existe necesariamente algo fuera de las esencias percibidas por los sentidos, a cuyo conocimiento llegamos por medio de la inteligencia, de ese algo decimos que existe, lo que quiere decir que es inadmisible que no exista. Comprendiendo luego que no ocurre con ese Ser como con el intelecto, que, aunque no sea un cuerpo, ni carezca de vida, es, sin embargo, producido por una causa, decimos que Dios es eterno, lo que significa que no tiene causa que lo haya hecho existir. Luego comprenderemos que a la existencia de ese Ser, la cual es su esencia, no le basta para existir El solamente, sino que, al contrario, de ella emanan numerosas existencias, y no como el calor emana del fuego, ni como la luz proviene del sol, sino por una acción divina que les da la duración y la armonía, gobernándolas bien, como expondremos. Y por todo eso atribuimos a Dios la potencia, la ciencia y la voluntad, queriendo decir con estos atributos que no es ni impotente ni ignorante, ni aturdido ni negligente. Si decimos que no es impotente, esto significa que su existencia basta para hacer existir cosas distintas de El; no ignorante significa que percibe, es decir, que vive, pues todo lo que percibe tiene vida; con no aturdido ni negligente queremos decir que todos esos seres siguen un cierto orden y régimen, que no son abandonados ni entregados al azar, sino que son como todo lo que está conducido con una intención y una voluntad, por Aquél que lo quiere. Finalmente comprendemos que ese Ser no tiene semejante, así que si decimos que es único, esto equivale a negar su pluralidad.
Es, pues, evidente que todo atributo que le prestemos, o es un atributo de acción, o -si tiene por objeto hacer comprender la esencia de Dios y no su acción- debe ser considerado como la negación de una privación.
Pero no hay que servirse de esas mismas negaciones para aplicarlas a Dios, sino de la manera que sabes; quiero decir, que se niega algunas veces de una cosa lo que no está en su condición poseer, como cuando decimos de la pared que no ve.
Tú sabes, oh lector de este tratado, que nuestras inteligencias son demasiado débiles para comprender la quidditas del mismo cielo -y eso que es un cuerpo movido, y que lo hemos medido por palmos y codos, hasta abrazar con nuestra ciencia las medidas de ciertas partes suyas y la mayoría de sus movimientos- aunque sabemos que tiene necesariamente materia y forma, aunque no es una materia como la que está en nosotros, por lo que no podemos calificarlo más que con palabras imprecisas y no con una afirmación precisa. En efecto, decimos que el cielo no es ni ligero ni pesado, que es impasible y que por eso no recibe impresión, que no tiene gusto ni olor, y otras negaciones semejantes; todo por nuestra ignorancia sobre esa materia. ¿Qué sería de nuestras inteligencias si tratan de alcanzar a Aquél que está exento de materia, que es de una simplicidad extrema, Ser necesario, que no tiene causa y que no está afectado por nada añadido a su esencia perfecta, cuya perfección significa para nosotros negación de imperfecciones, como hemos expuesto? Pues no alcanzamos de Él otra cosa sino que es, que hay un Ser, al que no se parece ninguno de los seres que Él mismo ha producido, que no tiene absolutamente nada de común con estos últimos, en el que no hay ni multiplicidad, ni impotencia de producir lo que está fuera de Él, y cuya relación con el mundo es la del capitán con el navío. No es que esta sea la relación verdadera, ni que la comparación sea justa, pero sirve de guía al espíritu para que éste comprenda que Dios gobierna los seres, es decir, que los perpetúa y mantiene en orden, como es menester.
¡Alabanza a Aquel que, cuando las inteligencias contemplan su esencia, la comprensión se cambia en incapacidad, y cuando examinan cómo sus acciones resultan de su voluntad, la ciencia se cambia en ignorancia, y cuando las lenguas quieren glorificarlo con atributos, toda elocuencia se convierte en un débil balbuceo!

¿LOCO? (Guy de Maupassant)


¿Estoy loco o nada más estoy celoso? Lo ignoro; pero he sufrido horriblemente. Es cierto que mi acción es propia de un loco, de un loco furioso; pero, ¿no bastan los celos anhelantes, un amor exaltado que sufre traición, que se ve desahuciado, un dolor maldito como el que me destroza; no bastan, digo, todas estas cosas para que cometamos crímenes y desatinos, sin que nuestro corazón ni nuestro cerebro sean los de un criminal?
¡Lo que yo he sufrido, lo que yo he sufrido, lo que yo he sufrido, de una manera constante, aguda, espantosa! Quise a aquella mujer con un arrebato frenético... Pero puntualmente bien: ¿la quise yo? No, no y no. Es ella la que me poseyó en cuerpo y alma, la que se apoderó de mí, la que me encadenó. Fui, sigo siendo, objeto suyo, juguete suyo. Soy el esclavo de su sonrisa, de su boca, de su mirada, del contorno de su cuerpo, de la forma de su cara; su simple apariencia externa me embarga, acelerando mi respiración; pero ella, la que maneja todo esto, el ser de este cuerpo, me inspira odio, desprecio, aborrecimiento; la he odiado, despreciado, aborrecido siempre, porque es pérfida, bestial, inmunda, impura; es la mujer de perdición, el animal sensual y engañoso al que le falta el alma, por el que no circula jamás el pensamiento como aire libre y vivificador; es la bestia humana; ni aun eso: no es más que seno, una maravilla de carne suave y turgente en la que habita la infamia.
Nuestra conexión fue en sus comienzos extraordinaria y deliciosa. Yo me agotaba con furor de deseos insaciables entre sus brazos siempre abiertos. Sus ojos me hacían abrir la boca como si me provocasen resequedad. Al mediodía eran grises, en la hora del ocaso se sombreaban de verde y al alba eran azules. No estoy loco. Juro que tenían estos tres colores.
En las horas de amor eran azules, como acardenalados, con pupilas enormes e inquietas. Sus labios, agitados por un estremecimiento continuo, dejaban a veces que brotase entre ellos la punta sonrosada y húmeda de su lengua, que palpitaba como la de un reptil; y sus párpados cargados se abrían lentamente, poniendo al descubierto su mirada, encendida y agotada, que me enloquecía.
Al estrecharla entre mis brazos y mirarla a los ojos me estremecía, sacudido por el impulso de matar a aquella bestia tanto como por la necesidad de poseerla sin cesar.
Si ella iba y venía por la habitación, a cada paso suyo me daba un vuelco el corazón; si ella empezaba a desnudarse y dejaba caer su vestido para salir, infame y radiante, de entre sus prendas interiores, caídas a su alrededor, me corría por todos los miembros, a lo largo de mis brazos, a lo largo de mis piernas, dentro de mi pecho anhelante, un desmayo infinito y vil.
Llegó un día en que descubrí que estaba hastiada de mí. Lo vi en su mirada, cuando despertó. Todas las mañanas acechaba yo, inclinado sobre ella, esa primera mirada. La acechaba, lleno de cólera, de rencor, de desprecio hacia aquella bestia dormida de la que yo era esclavo. Pero al destaparse el azul pálido de las niñas de sus ojos, aquel azul líquido como el agua, lánguido aún, fatigado todavía, todavía enfermo de las últimas caricias, sentía yo la súbita quemazón de una llama que irritaba mis ardores.
Lo vi, lo conocí, lo sentí, lo comprendí en el acto. Se había acabado todo, totalmente, para siempre. A cada hora, a cada segundo, tenía una prueba.
A la llamada de mis brazos o de mis labios se volvía hacia otro lado, murmurando: "¡Déjame ya!", o bien:
"¡Eres cargante!", o bien: "¡No hay modo de estar tranquila!"
Entonces me sentí celoso, celoso como un perro, y astuto, desconfiado, disimulado. Tenía la seguridad de que volvería pronto a ser la que era, que vendría otro a reavivar el fuego de sus sentidos.
Mis celos llegaron al frenesí; pero no estoy loco, no lo estoy.
Aguardé; la espiaba, sí; no me habría burlado; pero continuaba fría, apagada. En ocasiones, decía: "Los hombres me asquean". Y era cierto.
Mis celos me volvieron contra ella misma; los tuve de su indiferencia, los tuve de la soledad de sus noches; los tuve de sus ademanes, de su pensamiento, que yo adivinaba seguía siendo tan infame como siempre; estuve celoso de todo lo que yo adivinaba. Y si alguna vez, al levantarse de la cama, descubría en ella la mirada blanda que seguía en otro tiempo a nuestras noches ardientes, como si algún resto de lascivia se hubiese metido en su alma agitando sus deseos, sentía yo que ahogaba la cólera, temblaba de indignación, me acometía la comezón de estrangularla, de tirarla al suelo, ponerle la rodilla encima y hacerla confesar, apretándole el cuello, todos los vergonzosos secretos de su corazón.
¿Estoy loco?... ¡No!
Pero una tarde la vi feliz. Comprendí instintivamente que una pasión nueva vibraba en su interior. Tuve la seguridad, una seguridad sin rastro de duda. Palpitaba, igual que después de mis abrazos; sus ojos llameaban, tenía las manos calientes, de todo su cuerpo en vibración se desprendía el vaho de amor que a mí me empezó a sacar de quicio.
Simulé que nada veía, pero mi vigilancia la envolvió como una red.
Nada descubrí, sin embargo.
Esperé una semana, un mes, una estación. Parecía abrirse al florecimiento de una pasión incomprensible.
Se aplicaba, sumida en la dicha de una caricia indescifrable.
Pero de pronto adiviné. No estoy loco. ¡Lo juro, no estoy loco!
¿Cómo lo diría yo? ¿Cómo lo daría a entender? ¿De qué palabras me valdría para expresar aquella realidad infame e inexplicable?
He aquí cómo fue el descubrirlo.
Una tarde, ya he dicho que fue una tarde, al volver de un largo paseo a caballo, se dejó caer en una silla, justo delante de mí; tenía los pómulos encarnados, el pecho anhelante, las piernas flojas, los ojos amoratados. ¡No era la primera vez que yo la había visto así! ¡Ella amaba a alguien! ¡Yo no podía equivocarme!
Sintiendo que perdía el juicio, para no seguir viéndola me volví hacia la ventana. Un lacayo conducía de la brida hacia el establo su hermoso caballo, que se encabritaba.
Ella seguía con la mirada a la bestia enardecida y retozona. En cuanto la perdió de vista, se quedó súbitamente dormida.
Toda la noche estuve dándole vueltas en mi cabeza; creía descifrar misterios jamás sospechados por mí. ¿Hay alguien que pueda llegar a sondear las perversiones de la sensualidad de la mujer? ¿Quién es capaz de comprender sus inverosímiles caprichos y sus extraños modos de saciar las más raras fantasías?
Todas las mañanas, en cuanto alboreaba, recorría a galope llanuras y bosques y siempre regresaba presa de languideces, como después de frenéticas expansiones de amor.
¡Había comprendido! Y sentí celos del caballo nervioso y ligero; sentí celos del viento que le acariciaba el rostro en sus locas carreras; sentí celos de las hojas que besaban, al pasar, sus orejas; sentí celos de las gotas de sol que se filtraban entre las ramas para caer sobre su frente; sentí celos de la silla en que cabalgaba y contra la que ella oprimía su muslo.
Su felicidad estaba en todo aquello, y era todo aquello lo que la exaltaba, la saciaba, la agotaba y la volvía insensible, como muerta, para mí.
Decidí tomar venganza. Extremé mi cariño y mis atenciones con ella. Al volver de sus desenfrenadas carreras, le daba yo la mano para que saltase al suelo. El animal se arrojaba furioso contra mí; ella acariciaba la curva de su cuello, lo besaba en las ventanas temblorosas de la nariz y no se limpiaba luego los labios; y el husmillo de su cuerpo, sudoroso como entre la tibieza del lecho, llegaba a mi olfato mezclado con el olor acre y bravío del animal.
Aguardé mi día y mi momento. Todas las mañanas pasaba ella por el mismo sendero para cruzar un bosquecillo de álamos blancos que se adentraba en la selva.
Salí antes que alborease, llevando una cuerda en la mano y escondidas en el pecho mis pistolas, como si fuese a batirme en duelo. Corrí hacia su camino preferido; tendí la cuerda de un árbol a otro y después me escondí entre las hierbas.
Pegué mi oreja al suelo; oí su galope lejano; luego la vi a lo lejos, por debajo de las ramas, como al final de una bóveda; venía a todo galope. ¡no me había equivocado; era lo que yo pensé! Parecía como transportada de felicidad, la sangre le subía a las mejillas, su mirada tenía destellos de locura, y el vaivén precipitado de la carrera ponía en vibración su sensibilidad con un goce solitario y furioso.
El animal tropezó con las dos patas delanteras en mi trampa y rodó con los huesos rotos. A ella la cogí en mis brazos. Tengo fuerzas como para cargar como un buey. La dejé luego en el suelo y me acerqué al otro, que nos miraba. Todavía hizo un intento de morderme, le puse el cañón de mi pistola en la oreja..., y lo maté..., igual que si hubiera sido un hombre.
Pero también yo rodé por tierra, con el rostro cruzado por dos latigazos; y al ver que ella se lanzaba de nuevo contra mí, le metí la otra bala en el vientre.
Díganme ahora: ¿estoy loco?

La mujer que arruinó al pordiosero (Jan Neruda)


Voy a escribir sobre un hecho triste; pero ante mí es como si viera el rostro alegre del señor Vojtisek, ese rostro sano y luminoso, siempre colorado, que, en especial los domingos, me hacía pensar en la carne asada bañada con manteca fresca, que me agrada mucho. Sin embargo, los sábados también –el señor Vojtisek se rasuraba sólo los domingos–, cuando la barba blanca le había crecido de nuevo, como nata espesa ornamentando su rostro ape­titoso, el señor Vojtisek tenía una apariencia agradable. Su pelo también era atrayente. En verdad no tenía dema­siado: le comenzaba a crecer bajo una pelada redondeada y era considerablemente cano, en parte plateado y en parte tendiendo al dorado, pero fino como seda y rodeando la cabeza con delicadeza. El señor Vojtisek siempre tenía el gorro en la mano y se lo ponía solamente si debía pasar por un lugar excesivamente expuesto al sol. En re­sumidas cuentas, el señor Vojtisek me agradaba mucho; sus ojos celestes brillaban vivamente y su rostro entero era una especie de gran ojo redondo y sincero.
El señor Vojtisek era pordiosero. No sé a qué se había dedicado antes. Pero por lo que sé de la Malá Strana seguramente era un pordiosero antiguo y, de acuerdo con su aspecto saludable, podría continuar en su oficio por mucho tiempo. Era como un haya. Era fácil calcularle la edad. En una ocasión lo vi caminando a pasitos por la cuesta de San Juan, calle Ostruha arriba; descubrió al vigilante Simr tomando sol contra la baranda y se le acercó. El señor Simr era un vigilante gordo, tanto que su levita gris siempre parecía a punto de reventar; desde atrás, su cabeza, parecía una pila de salchichas rezumando grasa. Con el perdón de los lectores, el casco rutilante se bamboleaba sobre su gran testa cuando se movía; y cuando se echaba tras algún obrero que desaprensivamen­te y desafiando las reglamentaciones cruzaba las calles llevando la pipa encendida en la boca, se tenía que sacar el casco y llevarlo en la mano. Los niños nos poníamos a reír y a saltar en un pie, pero cuando nos echaba una mirada simulábamos no habernos dado cuenta de nada. El señor Simr era un alemán de Sluknov; si todavía vive –Dios quiera– apostaría a que aún habla el checo tan mal como entonces. "Han de saber –acostumbraba decir– que lo aprendí en un año."
Esa vez el señor Vojtisek se puso el gorro azul bajo el brazo y metió la mano en los abismos del bolsillo de su largo sobretodo gris. Saludó al señor Simr, que estaba bostezando lleno de aburrimiento en su puesto, con las palabras "¡Que Dios lo ayude!", a las que respondió el señor Simr con un saludo militar. Después extrajo su hu­milde cajita de madera de boj para el rapé, la abrió ti­rando la tapa por medio de su presilla de cuero, y se la extendió al señor Simr. Este tomó una pizca y le dijo:
–Usted debe de ser muy viejo. ¿Cuántos años tiene?
–¡Bueno! –respondió el pordiosero, sonriente–, ya han de hacer unos buenos ochenta años que mi madre me dio a luz para alegrarse el corazón.
Con seguridad el lector estará admirado de que un por­diosero se animara a conversar con un vigilante tan afa­blemente, y de que éste no dejara de tratarlo de usted, como sin duda hubiera hecho con algún extraño o con un subordinado. Y también hay que considerar lo que enton­ces significaba un vigilante. No era uno de tantos. Sólo había cuatro: los señores Novak, Simr, Kedlicky y Weisse, que se turnaban de día en la vigilancia de nuestra calle. Eran: el minúsculo señor Novak, del pueblo de Slabec –quien tenía inclinación por determinadas tiendas a las que lo conducía su gusto por la capital de slibovice1–; el grueso señor Simr, oriundo de Sluknov; el señor Kedlicky, que venía de Vysehrad –siempre tenía gesto hosco pero era de corazón tierno–, y por último el señor Weisse, nativo de Rozmital –hombre alto, de dientes descomunales y amarillos–. De ellos se sabía de dónde venían, cuántos años de servicio al rey habían cumplido, y qué cantidad de hijos tenían. Todos gozaban del afecto de nosotros, los niños "del barrio". Nos conocían a todos y por eso po­dían informar siempre a las madres por dónde andaban correteando sus pequeños. Cuando el señor Weisse mu­rió en 1844, debido a las quemaduras sufridas en el incen­dio del "Renthaus", los vecinos de la calle Ostrauha lo acompañaron en su viaje postrero.
Pero ocurre que el señor Vojtisek no era tampoco un pordiosero como los demás. Ni siquiera vigilaba demasiado su apariencia de pordiosero: era bastante pulcro, al menos a principios de semana; tenía siempre bien atado el pa­ñuelo al cuello; su chaqueta mostraba a veces algún re­miendo, pero no como si fuera un trozo de tela añadido sin cuidado, ni de tono demasiado distinto al del traje. En la semana mendigaba en la Malá Strana. Podía pasar adonde se le antojaba y cuando la dueña de casa escuchaba su voz suave ante la puerta, acudía siempre con una moneda de tres centavos. Una moneda de este valor, medio krecjar, todavía valía algo en ese tiempo.
Pedía desde la mañana temprano hasta eso de las once, y entonces se iba a San Nicolás a oír la misa de las doce y media. En las proximidades de la iglesia jamás men­digaba, ni prestaba atención a los pordioseros sentados en la entrada. Luego iba a comer a cualquier parte, ya que sabía que en varias casas le guardaban una cazuela con sobras de la comida. En su comportamiento había algo de desembarazado y calmo, algo que quizás había hecho decir a Theodor Storm en una poesía: "¡Si pudiera ir mendi­gando por los campos!".
El único que no le daba dinero era el señor Herzl, ve­cino del fondo de nuestra casa. El señor Herzl era un hombre alto y brusco al hablar, hecho que se le podía disculpar. Al menos el señor Vojtisek se lo disculpaba. En vez de dinero le daba un poco de polvo de rapé. En tales ocasiones –el encuentro se desarrollaba los sába­dos– se llevaba a cabo el mismo diálogo:
–¡Ah, señor Vojtisek, qué mala época es esta!
–Es cierto, y no va a mejorar en tanto no se ponga el león del castillo en la hamaca de Vysehrad.
El señor Vojtisek aludía al león de piedra de la torre de la catedral de San Vito. Lo cierto es que esa asevera­ción del señor Vojtisek se me había quedado grabada en la cabeza. Que dicho león pudiera, como yo, irse de pa­seo por el puente de piedra hasta el Vysehrad y sentarse en la hamaca que se encuentra allí no era cosa que pu­diera poner en duda con decencia y en mi carácter de hombre serio. ¡Ya tenía ocho años entonces! Lo que no me cabía en la mente era de qué manera sobrevendrían tiempos de bonanza a partir de ese paseo.

Era un bello día de junio. El señor Vojtisek salió de San Nicolás poniéndose su gorro azul para taparse del sol, y cruzó despacio la Plaza de San Esteban, como ahora se la denomina. Se detuvo ante la estatua de la Santísima Trinidad y se sentó en uno de sus peldaños. Atrás se oía el alegre murmullo de la fuente, el sol daba su tibieza, ¡la vida era hermosa! Era claro que el señor Vojtisek co­mería en alguna casa en que no acababan de almorzar hasta pasadas las doce.
Ni bien se instaló, se puso de pie una de las mendigas sentadas en el portal de San Nicolás y caminó hacia él. Le decían "la viejita de los millones". Otras mendigas auguraban que la limosna que recibían volvería cien veces incrementada a sus bienhechores; en cambio ella nunca se conformaba con menos de "millones y millones de ve­ces". Por eso la mujer del oficial Hermann, que asistía a todos los remates de Praga, nunca le daba limosna a otra. La de los millones caminaba erguida cuando quería, y rengueaba a voluntad. Ahora venía erguida y recta­mente hacia el señor Vojtisek, ubicado al pie de la esta­tua. Su vestido de algodón barato, que tapaba su cuerpo magro, no hacía casi ruido mientras caminaba; el pañuelo azul se sacudía sobre la frente con cada paso de la mu­jer. Su rostro siempre me había resultado terriblemente odioso. Era un conjunto de arruguitas que se le dirigían, como fideos finos, hacia la nariz puntuda y la boca. Tenía ojos verde-amarillentos, como un gato.
Se paró próxima al señor Vojtisek.
–¡Alabado sea Jesucristo, Nuestro Señor! –dijo ha­ciendo una mueca.
El señor Vojtisek hizo nada más que un gesto afirma­tivo con la cabeza, como indicando su acuerdo.
La vieja de los millones se sentó en la otra punta del peldaño y estornudó: "¡Brr!". Después dijo:
–No me gusta el sol; cuando me da en la cara me hace estornudar.
El señor Vojtisek no respondió.
La vieja de los millones se echó el pañuelo algo más atrás, descubriéndose el rostro. Sus ojos guiñaban como los gatos al recibir los rayos del sol; tanto los cerraba como relucían bajo la frente como sendos puntos verdes. La boca se le movía sin cesar, nerviosamente; cuando la abría se notaba que en el maxilar superior, adelante, tenía un solo diente, totalmente negro.
–Señor Vojtisek –comenzó de nuevo–, señor Vojtisek, yo digo siempre: ¡si quisiera usted!
El señor Vojtisek estaba callado. Únicamente torció la cabeza y le miró la boca.
–Yo digo siempre: si el señor Vojtisek quisiera, él podría contarnos dónde hay buenas gentes.
El señor Vojtisek seguía impasible.
–¿Por qué me mira tan fijo? –preguntó al rato la de los millones. –¿Qué ve?
–Ese diente. Me pregunto por qué tiene ese diente solo.
–¡Ah, mi diente! –contestó. Y agregó: –usted sabe que perder un diente es como perder un amigo. Ya están en el cielo todos los que me apreciaron y me trataron decentemente. ¡Todos! Solamente queda uno, pero yo no sé quién es. No sé dónde estará ese amigo que Dios, en su piedad, ha puesto en la senda de mi vida. ¡Dios mío, estoy por demás olvidada!
El señor Vojtisek se quedó observando el piso ante sus pies, sin decir nada.
Una especie de sonrisa, como el reflejo de una alegría, cruzó el rostro de la mendiga, pero esa era una sonrisa odiosa y desagradable. Puso los labios en punta, como si el rostro entero se hubiera condensado allí como en un tallo.
–¡Señor Vojtisek!, los dos aún podríamos ser felices juntos... todos estos días he estado soñando con usted. Me parece que es la voluntad de Dios... ¡Está usted tan solo, señor Vojtisek! No tiene nadie que lo cuide... En todos lados tiene amigos... muchas buenas gentes... Yo viviría con usted. Tengo un poco de ropa de cama...
El señor Vojtisek se había ido levantando con lentitud. Al estar parado levantó con la mano derecha el gorro azul y:
–¡Antes tomaría arsénico! –dijo abruptamente. Se man­dó a mudar en el acto, sin saludar.
Después se fue hacia la calle de Ostruha. Un par de globos verdes refulgieron atrás de él hasta que dobló en la esquina.
Luego la vieja de los millones se bajó el pañuelo casi hasta la boca y se quedó inmóvil, sentada, durante mucho rato. Quizás se había quedado dormida.

Comenzaron a escucharse en la Malá Strana raros ru­mores. Quienes oían no les querían dar crédito: "¡El señor Vojtisek...!" El nombre se oía frecuentemente en las charlas y, cuando el rumor parecía aplacado, otra vez se escuchaba: "¡El señor Vojtisek!"
Rápidamente me puse al tanto. Se rumoreaba que el señor Vojtisek ya no era más pobre. Era dueño –por lo menos, eso se decía– de un par de casas pasando el río. No era cierto que vivía tras el castillo, cerca de Bruska.
–¡Se estaba burlando de las buenas personas de la Malá Strana! ¡Y desde hacía rato!
Hubo ira. Los hombres se enojaron, se sentían afren­tados y abochornados de haber sido tan cándidos.
– ¡Sinvergüenza! –exclamaba uno.
–La verdad –agregaba otro– es que nunca se lo vio mendigando en domingo. Quizás estaba en esos momen­tos en su casa, de comilona, con asado y todo.
Las mujeres dudaban, no obstante. El rostro franco del señor Vojtisek les parecía demasiado honesto, a pesar de lo que se decía.
Pero empezó a circular otro rumor más grave: según las últimas informaciones, el pordiosero tenía dos hijas que se las daban de damas. Una estaba de novia con un ofi­cial y la otra se quería dedicar a hacer teatro. Usaban guantes, y se iban a pasear al parque Stromovka.
Esto venció la reticencia femenina.
En dos días, por así decir, se invirtió la fortuna del señor Vojtisek. Todos lo rechazaban con el argumento de "estos malos tiempos que corren". En los sitios en que antes le guardaban comida le decían ahora que no les había quedado nada, o peor aún: "Somos gente pobre, no hemos tenido para comer más que lentejas, y eso no es cosa buena para usted". Los chiquillos de la calle le hacían ronda gritando: "¡Propietario!, ¡propietario!"
Un sábado en que yo estaba parado frente a mi casa vi llegar al señor Vojtisek. El señor Herzl, como era usual en él, estaba apoyado en el marco de la puerta de en­trada. Víctima de un temor inexplicable, me metí corrien­do en la casa, ocultándome tras una de las hojas del portón. Atisbando por la hendija entre las bisagras vi claramente al pobre señor Vojtisek.
Le temblaba el gorro entre las manos. No tenía su ancha sonrisa de antes. Doblaba la cabeza, con los ama­rillentos cabellos alborotados.
–¡Alabado sea Jesucristo, Nuestro Señor! –dijo como saludo, con voz temblorosa.
Casi no se animaba a levantar el rostro. Tenía los carrillos pálidos y los ojos apagados, trasuntando cansancio.
–¡Qué bueno que ha venido! –dijo el señor Herzl–, ¿No me prestaría veinte mil florines? No se inquiete, que no los arriesgará: yo le voy a hacer una hipoteca. Me han ofrecido en venta "El Cisne", la casa de al lado.
No acabó.
Al señor Vojtisek se le llenaron de lágrimas los ojos medrosos.
–Pero... pero... –exclamó sollozando–, pero, ¿acaso no fui siempre una persona decente?
Cruzó la calle con pasos inseguros y se arrojó en la en­trada externa del castillo. Dejó caer la cabeza casi hasta las rodillas y se puso a llorar tristemente.
Entré temblando en la habitación de mis padres. Mi madre, que estaba parada delante de la ventana, mirando la calle, me preguntó:
–¿Qué le ha dicho el señor Herzl?
Estuve un rato contemplando al señor Vojtisek, que no paraba de llorar. Mí madre, que se había ido a disponer la merienda, regresó a la ventana, estuvo mirando un momento y se fue otra vez, meneando la cabeza como para señalar su disconformidad con lo que acababa de pasar.
En ese instante, el señor Vojtisek se puso en pie con lentitud. Apurada, mi madre cortó una tajada de pan, la colocó encima de una taza de café y salió de prisa. Lo llamó, le hizo señas, pero el señor Vojtisek nada vio ni escuchó. Mi madre fue hasta él y le acercó la taza. El señor Vojtisek la miró, al rato murmuró en un susurro: "¡Dios se lo pague!" y agregó: "Pero en este momento no me pasaría nada".

No mendigó más en la Malá Strana. Tampoco podía ir a las casas del otro lado del río, ya que allí era un des­conocido para los vecinos y los vigilantes. Se instaló, en consecuencia, en la Plazoleta de los Caballeros de la Cruz, justo enfrente de la guardia militar, cercano al puente. Siempre lo veía en ese lugar cuando, disponiendo de quince minutos libres, nos hacíamos una escapada hasta el otro lado del río para mirar las vidrieras de las librerías de Staré Mesto1. Tenía siempre el gorro en el suelo, ante los pies, la cabeza indefectiblemente caída sobre el pecho, y un rosario en la mano; no prestaba atención a nadie. Su cabeza calva, sus carrillos y sus manos ya no tenían ese saludable tono rosado de hasta hacía poco; la piel de su rostro tenía un color amarillento y estaba cruzada por incontables arrugas. Y... ¿he de decirlo? Y... ¿por qué no? desde ese momento ya no me animé a acercármele, siempre hice rodeos por atrás para dejarle una moneda –la que otrora le daban en mi casa todos los jueves–, sin que me viera, escapando a toda carrera.

Un día frío y brumoso de febrero. En la calle aún había luz; los vidrios de las ventanas estaban tapados por grue­sa capa de hielo donde refulgían los reflejos amarillen­tos del fuego de la chimenea. Ante la casa crujían las ruedas de un pequeño carro y se oía ladrar a unos perros.
–Hijo, corre a traer un poco de leche –me dijo mi mamá–, pero tápate bien la garganta.
Afuera se encontraba la lechera, encaramada en su pequeño carro, y al lado de éste, el señor Kedlicky, el vigilante. Un cabo de vela de sebo brillaba sosegada­mente en el interior de un farol cuadrangular que pendía del carro.
–¿Qué es lo que me cuenta del señor Vojtisek? –pre­guntó la lechera, interrumpiendo la operación de revolver la leche con un cucharón. (Pese a que los lecheros te­nían expresamente prohibido batir la leche con un cucha­rón para hacerla pasar por leche con mucha nata, la lechera lo usaba, pero como ya he dicho, el señor Kedlicky era hombre de buen corazón.)
–Sí, señor –respondió–. Lo hallamos más allá de medianoche, en Oujezd, junto al cuartel de los artilleros. Ya estaba duro del todo, y lo pusimos en la capilla ar­diente del convento de las Carmelitas. Sólo tenía puestos una chaqueta harapienta y un par de pantalones arrui­nados; abajo, ni camisa tenía.

El cine y sus fantasmas (Jacques Derrida)



Si escribiera sobre el cine, lo que me interesaría sería sobre todo su modo y su régimen de creencia. Hay en el cine una modalidad del creer absolutamentesingular: hace ya un siglo se inventó una experiencia sin precedentes de lacreencia. Sería apasionante analizar el régimen del crédito en todas las artes:cómo se cree en una novela, en ciertos momentos de una representación teatral, en lo que está inscripto en la pintura, y, por supuesto –algo totalmente diferente– en lo que el cine nos muestra y nos relata. En la pantalla, tenemos que habérnoslas, con voz o sin ella, con apariciones en las que, como en la caverna de Platón, el espectador cree, apariciones que a veces idolatra. Ya que la dimensión espectral no es la del viviente ni la del muerto, ni la de la alucinación, ni la de la percepción; la modalidad del creer relacionada con ella debe ser analizada de modo absolutamente original. Esta fenomenología no era posible antes del cinematógrafo pues esta experiencia del creer está ligada a una técnica particular, la del cine, siendo histórica en su totalidad. Con esa aura suplementaria, esa memoria particular que nos permite proyectarnos en los films de antaño. Es por esto que la vision del cine es tan rica. Permite ver aparecer nuevos espectros aun manteniendo en la memoria (y proyectándolos sobre la pantalla a su vez) los fantasmas que habitaban los films ya vistos.