lunes, 26 de enero de 2009

Domingo (Georges Simenon)

Jamás había necesitado despertador, y cuando al fin oyó su timbre en la habitación de arriba, hacía ya tiempo que, con los ojos cerrados, advertía el sol que se filtraba entre dos minúsculas rendijas de los porticones.
Era una buhardilla estrecha, a cuyo techo casi llegaba su cabeza. Conocía todos sus rincones, la cama de hierro y la manta rojo oscuro, la palangana sobre un trípode de madera torneada y el jarro esmaltado en el suelo, el pedazo de alfombra parda que no estaba nunca en su sitio, y habría podido dibujar el contorno de las manchas en los muros encalados, el estrecho marco negro que enmarcaba una Virgen de ropaje azul celeste.
Conocía también el olor un tanto salvaje, especiado, de Ada, a la que siempre costaba arrancar del sueño. Aún no se movía. El despertador seguía tocando y Émile se impacientaba. Su mujer, inmóvil a su lado, en la gran cama de nogal, debía de oído también, pero ella no diría nada, no movería ni un dedo, porque esto formaba parte de su táctica.
Por lo demás, ello carecía de importancia. Había amanecido ya. Lo sabía antes incluso de abrir los ojos, antes incluso de darse cuenta de que el sol se había alzado, antes de oír los gorjeos de los pájaros y el arrullo de los dos palomos.
Arriba, Ada se volvía, tendía un brazo moreno, abierta la camisa hasta medio pecho, con la mano tanteando el mármol de la mesilla de noche.
A veces estaba tan dormida que volcaba el despertador y éste continuaba sonando en el suelo, pero hoy no ocurrió esto. El timbre enmudeció. Hubo todavía un momento de silencio, de inmovilidad. Al fin, sus pies desnudos buscaron en el suelo las zapatillas.
Si le hubieran preguntado a Émile qué sentía esta mañana, le habría costado responder. Se había planteado la pregunta antes de que sonara el despertador. En realidad, no se había sentido distinto de los otros días, de los otros domingos. No tenía miedo. Tampoco tenía ganas, de volverse atrás. No estaba impaciente ni emocionado. Oía, detrás de él, la respiración regular de su mujer, sentía su calor, también su olor, al que nunca se había acostumbrado, tan distinto del de Ada, un olor que hacia la madrugada impregnaba la habitación, un olor a la vez soso y áspero, como de leche cuajada.
En la buhardilla, Ada no se lavaba. Sólo más tarde, concluida la mayor parte de su tarea cotidiana, volvía a subir para lavarse. No se ponía medias ni bragas, se limitaba a ponerse sobre su camisa, que era corta, una bata de tela de algodón rojiza. Apenas pasado el peine por sus cabellos negros y espesos, abría la puerta y bajaba la escalera, donde más de una vez tenía que volver a subir un escalón para recuperar una zapatilla.

Soy en la corriente una isla cercada de luz (Liu Yun)



Soy en la corriente una isla cercada de luz
y la brisa ondula las aguas verdes.
Aunque no tan suave como el lecho del capullo del gusano de seda
soy feliz con el azul de mi vestido.
hay motas de polvo en las mangas de seda de mi dama,
ricas tiaras sobre su lecho de marfil.
Ama, cuando bebas hasta muy tarde,
trae a tu amante a festejar aquí.