lunes, 20 de julio de 2009

Perder pie


Creo que ahí fue donde perdí pie. Llevaba mi vida más o menos dignamente sobre los hombros, y acabar la carrera fue un seísmo que no supe digerir. Cuando acabas la carrera te encuentras con un título que no te distingue de nadie, porque hoy en día un título es como un ombligo, que lo tiene todo el mundo, y con una edad a la que se supone que deberías poder desempe ar un puesto en la sociedad cuando esa misma sociedad te ha predispuesto a tomártelo con calma. No sé si me explico: creo que no, pero es que no sé cómo decirlo. Trabajar tiene que ser una necesidad y yo no sentía la necesidad de trabajar, y menos aún con algo tan obtuso como las leyes. Cuando empiezas la carrera la empiezas un poco a ciegas, y cuando la acabas has descubierto, demasiado tarde, que en la materia que elegiste hay tres o cuatro cosas interesantes y un motón de pedruscos incomestibles que, además, son los que te vas a encontrar a diario. Para mí, cuando empecé, no había una relación lógica entre la carrera y el futuro, y no era capaz de imaginarme a mí mismo poniéndome a llevar el divorcio de nadie, o defendiendo a un ladrón de bolsos, o llevando un caso de estafa, por ejemplo. Esas cosas formaban parte de las aulas, y quizás de lo que hiciese en el futuro, cuando aprendiera. Pero se suponía que eso era lo que había hecho y tenía que trabajar.