jueves, 26 de septiembre de 2013

En el escenario del crimen

Volvieron al otro portal, subieron las escaleras y entraron al fin en el diminuto piso de Clara Reuter. Lucía el sol en ese instante, pero unos segundos después lo cubrió una nube, acaso para acentuar la sensación de tristeza y abandono que gobernaba aquel lugar derrotado. Los muebles permanecía en su sitio como taciturnos centinelas, pero algunos cajones boqueaban mostrando miserables restos de los periódicos viejos que cubrieron su fondo un día; los que no estaban abiertos transmitían de algún modo su desnudez interior, disuadiendo a los agentes del esfuerzo de torturar con quejidos las goteras de los techos y los ásperos desconchones que afligían los tabiques como eccemas de desamparo. En la cocina, sobre la mesa cubierta con un hule azul aviruelado de quemaduras, quedaban los restos de una cebolla y un enjambre de migas como esquirlas buscando la hogaza de que un día se desprendieron, un tarro de manteca rancia en la alacena y un bote con dos dedos de sal gorda, apelmazada en un único fragmento, pero ni rastro de azúcar, pimienta, ni cosa alguna que valiera la pena llevarse; completaban el recuento cuatro o cinco vasos, mellados o rotos, acompañando en el fregadero a un par de paños podridos y un estropajo con incrustaciones negras, pegado a la piedra.
Quedamente, como si en lugar de provenir del piso de abajo llegaran de otro tiempo, se escuchaban las voces de dos mujeres, discutiendo sobre dónde habían puesto alguna cosa, pero aquel sonido, más que romper el silencio parecía acentuarlo, darle manos y memoria para amordazar a los dos policías, que se miraban sin cruzar palabra. Cesaron las voces, pero no el deseo de mirar hacia atrás a cada instante, ni siquiera el ansia irracional de sacar el arma y llevarla por delante, amartillada, lista para abatir las sombras que animaban las cortinas polvorientas. Había un cristal roto, nada más.
Despertando a las baldosas que buscaban acomodo se dirigieron a la pieza más amplia, que compaginó un día las veces de salita y dormitorio, y abrieron en vano el armario para verse en el desportillado azogue de su espejo y encontrar una docena de perchas con una única prenda colgada, una especie de enagua arratonada, recuerdo seguramente de alguna antepasada de la dueña; en vano interrogaron también a la mesita de noche, habitada tan sólo por un par de alpargatas, y revolvieron el costurero de paja que seguía en el centro exacto de la mesa camilla como un nido saqueado por urracas: ni un dedal quedaba en él, ni un alfiler, ni una aguja. No tocaron la cama, desnuda  como un muerto pobre, y pasaron por encima de la alfombra que yacía al lado izquierdo como si pisarla hubiera supuesto un último sacrilegio.
—Vámonos de aquí —propuso Meisinger casi en un susurro.
Pero Müller seguía embelesado en la contemplación de las telarañas, con la araña muerta entre pelusas sin sustancia, de los botones de colores que alguien dejó caer del costurero en su apresurada rebusca, en la sábana arrebujada en un rincón donde la única mancha visible ya era negra, inocente, como si la hubiera formado el petróleo de un quinqué en vez de la sangre de una mujer desdichada. Ni siquiera se habían molestado en tirarla a la basura, en ocultar aquel resto impúdico de los entrometidos ojos de todos los que habían pasado por aquella casa, animado cada uno por un expolio distinto. Müller contempló fijamente aquella sábana y cobró consciencia, de pronto, como si la sangre reseca le hubiera hablado en algún hermético idioma, de que sería inútil interrogar a las amigas sobre la identidad del amante, porque nadie había amado realmente a aquella infeliz Clara Reuter, nadie se había preocupado de veras por su vida salvo, quizás, su amante y asesino, el único, probablemente, que le había dado algo de manera totalmente gratuita: un collar, unas medias, y la muerte. Y también una esperanza, sobre todo una esperanza.
—Vámonos —repitió el sargento. —Aquí ya no pintamos nada.
Esta vez Müller siguió a su compañero hasta la puerta, bajaron las escaleras, y cuando salieron de nuevo a la calle los dos se sorprendieron de que no hubiera vuelto a salir el sol.

EL GRIS (Javier Pérez)