sábado, 19 de octubre de 2013

Sobre la verdad y la mentira. Nietzsche

En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la “Historia Universal”: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien podría inventar una fábula semejante pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo se acabe todo para él no habrá sucedido nada, puesto que para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana. No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero, si pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también ella navega por el aire poseída de ese mismo pathos, y se siente el centro volante de este mundo. Nada hay en la naturaleza, por despreciable e insignificante que sea, que, al más pequeño soplo de aquel poder del conocimiento, no se infle inmediatamente como un odre; y del mismo modo que cualquier mozo de cuerda quiere tener su admirador, el más soberbio de los hombres, el filósofo, está completamente convencido de que, desde todas partes, los ojos del universo tienen telescópicamente puesta su mirada en sus obras y pensamientos.
Es digno de nota que sea el intelecto quien así obre, él que, sin embargo, sólo ha sido añadido precisamente como un recurso de los seres más infelices, delicados y efímeros, para conservarlos un minuto en la existencia, de la cual, por el contrario, sin ese aditamento tendrían toda clase de motivos para huir tan rápidamente como el hijo de Lessing. Ese orgullo, ligado al conocimiento y a la sensación, niebla cegadora colocada sobre los ojos y los sentidos de los hombres, los hace engañarse sobre el valor de la existencia, puesto que aquél proporciona la más aduladora valoración sobre el conocimiento mismo. Su efecto más general es el engaño —pero también los efectos más particulares llevan consigo algo del mismo carácter—.
El intelecto, como medio de conservación del individuo, desarrolla sus fuerzas principales fingiendo, puesto que éste es el medio, merced al cual sobreviven los individuos débiles y poco robustos, como aquellos a quienes les ha sido negado servirse, en la lucha por la existencia, de cuernos, o de la afilada dentadura del animal de rapiña. En los hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir; aquí el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley, que apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad. Se encuentran profundamente sumergidos en ilusiones y ensueños; su mirada se limita a deslizarse sobre la superficie de las cosas y percibe “formas”, su sensación no conduce en ningún caso a la verdad, sino que se contenta con recibir estímulos, como si jugase a tantear el dorso de las cosas. Además, durante toda una vida, el hombre se deja engañar por la noche en el sueño, sin que su sentido moral haya tratado nunca de impedirlo, mientras que parece que ha habido hombres que, a fuerza de voluntad, han conseguido eliminar los ronquidos. En realidad, ¿qué sabe el hombre de sí mismo? ¿Sería capaz de percibirse a sí mismo, aunque sólo fuese por una vez, como si estuviese tendido en una vitrina iluminada? ¿Acaso no le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso su propio cuerpo, de modo que, al margen de las circunvoluciones de sus intestinos, del rápido flujo de su circulación sanguínea, de las complejas vibraciones de sus fibras, quede desterrado y enredado en una conciencia soberbia e ilusa? Ella ha tirado la llave, y ¡ay de la funesta curiosidad que pudiese mirar fuera a través de una hendidura del cuarto de la conciencia y vislumbrase entonces que el hombre descansa sobre la crueldad, la codicia, la insaciabilidad, el asesinato, en la indiferencia de su ignorancia y, por así decirlo, pendiente en sus sueños del lomo de un tigre! ¿De dónde procede en el mundo entero, en esta constelación, el impulso hacia la verdad?
En un estado natural de las cosas, el individuo, en la medida en que se quiere mantener frente a los demás individuos, utiliza el intelecto y la mayor parte de las veces solamente para fingir, pero, puesto que el hombre, tanto por la necesidad como por hastío, desea existir en sociedad y gregariamente, precisa de un tratado de paz y, de acuerdo con este, procura que, al menos, desaparezca de su mundo el más grande bellum omnium contra omnes. Este tratado de paz conlleva algo que promete ser el primer paso para la consecución de ese misterioso impulso hacia la verdad. En este mismo momento se fija lo que a partir de entonces ha de ser “verdad”, es decir, se ha inventado una designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria, y el poder legislativo del lenguaje proporciona también las primeras leyes de verdad, pues aquí se origina por primera vez el contraste entre verdad y mentira. El mentiroso utiliza las designaciones válidas, las palabras, para hacer aparecer lo irreal como real; dice, por ejemplo, “soy rico” cuando la designación correcta para su estado sería justamente “pobre”. Abusa de las convenciones consolidadas haciendo cambios discrecionales, cuando no invirtiendo los nombres. Si hace esto de manera interesada y que además ocasione perjuicios, la sociedad no confiará ya más en él y, por este motivo, lo expulsará de su seno. Por eso los hombres no huyen tanto de ser engañados como de ser perjudicados mediante el engaño; en este estadio tampoco detestan en rigor el embuste, sino las consecuencias perniciosas, hostiles, de ciertas clases de embustes. El hombre nada más que desea la verdad en un sentido análogamente limitado: ansía las consecuencias agradables de la verdad, aquellas que mantienen la vida; es indiferente al conocimiento puro y sin consecuencias e incluso hostil frente a las verdades susceptibles de efectos perjudiciales o destructivos. Y, además, ¿qué sucede con esas convenciones del lenguaje? ¿Son quizá productos del conocimiento, del sentido de la verdad? ¿Concuerdan las designaciones y las cosas? ¿Es el lenguaje la expresión adecuada de todas las realidades?
Solamente mediante el olvido puede el hombre alguna vez llegar a imaginarse que está en posesión de una “verdad” en el grado que se acaba de señalar. Si no se contenta con la verdad en forma de tautología, es decir, con conchas vacías, entonces trocará continuamente ilusiones por verdades. ¿Qué es una palabra? La reproducción en sonidos de un impulso nervioso. Pero inferir además a partir del impulso nervioso la existencia de una causa fuera de nosotros, es ya el resultado de un uso falso e injustificado del principio de razón. ¡Cómo podríamos decir legítimamente, si la verdad fuese lo único decisivo en la génesis del lenguaje, si el punto de vista de la certeza lo fuese también respecto a las designaciones, cómo, no obstante, podríamos decir legítimamente: la piedra es dura, como si además captásemos lo “duro” de otra manera y no solamente como una excitación completamente subjetiva! Dividimos las cosas en géneros, caracterizamos el árbol como masculino y la planta como femenino: ¡qué extrapolación tan arbitraria! ¡A qué altura volamos por encima del canon de la certeza! Hablamos de una “serpiente”: la designación cubre solamente el hecho de retorcerse; podría, por tanto, atribuírsele también al gusano. ¡Qué arbitrariedad en las delimitaciones! ¡Qué parcialidad en las preferencias, unas veces de una propiedad de una cosa, otras veces de otra! Los diferentes lenguajes, comparados unos con otros, ponen en evidencia que con las palabras jamás se llega a la verdad ni a una expresión adecuada pues, en caso contrario, no habría tantos lenguajes. La “cosa en sí” (esto sería justamente la verdad pura, sin consecuencias) es totalmente inalcanzable y no es deseable en absoluto para el creador del lenguaje. Éste se limita a designar las relaciones de las cosas con respecto a los hombres y para expresarlas apela a las metáforas más audaces. ¡En primer lugar, un impulso nervioso extrapolado en una imagen! Primera metáfora. ¡La imagen transformada de nuevo en un sonido! Segunda metáfora. Y, en cada caso, un salto total desde una esfera a otra completamente distinta. Se podría pensar en un hombre que fuese completamente sordo y jamás hubiera tenido ninguna sensación sonora ni musical; del mismo modo que un hombre de estas características se queda atónito ante las figuras acústicas de Chladni en la arena, descubre su causa en las vibraciones de la cuerda y jurará entonces que, en adelante, no se puede ignorar lo que los hombres llaman “sonido”, así nos sucede a todos nosotros con el lenguaje. Creemos saber algo de las cosas mismas cuando hablamos de árboles, colores, nieve y flores y no poseemos, sin embargo, más que metáforas de las cosas que no corresponden en absoluto a las esencias primitivas. Del mismo modo que el sonido configurado en la arena, la enigmática x de la cosa en sí se presenta en principio como impulso nervioso, después como figura, finalmente como sonido. Por tanto, en cualquier caso, el origen del lenguaje no sigue un proceso lógico, y todo el material sobre el que, y a partir del cual, trabaja y construye el hombre de la verdad, el investigador, el filósofo, procede, si no de las nubes, en ningún caso de la esencia de las cosas.
Pero pensemos especialmente en la formación de los conceptos. Toda palabra se convierte de manera inmediata en concepto en tanto que justamente no ha de servir para la experiencia singular y completamente individualizada a la que debe su origen, por ejemplo, como recuerdo, sino que debe encajar al mismo tiempo con innumerables experiencias, por así decirlo, más o menos similares, jamás idénticas estrictamente hablando; en suma, con casos puramente diferentes. Todo concepto se forma por equiparación de casos no iguales. Del mismo modo que es cierto que una hoja no es igual a otra, también es cierto que el concepto hoja se ha formado al abandonar de manera arbitraria esas diferencias individuales, al olvidar las notas distintivas, con lo cual se suscita entonces la representación, como si en la naturaleza hubiese algo separado de las hojas que fuese la “hoja”, una especie de arquetipo primigenio a partir del cual todas las hojas habrían sido tejidas, diseñadas, calibradas, coloreadas, onduladas, pintadas, pero por manos tan torpes, que ningún ejemplar resultase ser correcto y fidedigno como copia fiel del arquetipo. Decimos que un hombre es “honesto”. ¿Por qué ha obrado hoy tan honestamente?, preguntamos. Nuestra respuesta suele ser así: a causa de su honestidad. ¡La honestidad! Esto significa a su vez: la hoja es la causa de las hojas. Ciertamente no sabemos nada en absoluto de una cualidad esencial, denominada “honestidad”, pero sí de una serie numerosa de acciones individuales, por lo tanto desemejantes, que igualamos olvidando las desemejanzas, y, entonces, las denominamos acciones honestas; al final formulamos a partir de ellas una qualitas occulta con el nombre de “honestidad”.
La omisión de lo individual y de lo real nos proporciona el concepto del mismo modo que también nos proporciona la forma, mientras que la naturaleza no conoce formas ni conceptos, así como tampoco ningún tipo de géneros, sino solamente una x que es para nosotros inaccesible e indefinible. También la oposición que hacemos entre individuo y especie es antropomórfica y no procede de la esencia de las cosas, aun cuando tampoco nos aventuramos a decir que no le corresponde: en efecto, sería una afirmación dogmática y, en cuanto tal, tan demostrable como su contraria.
¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal.
No sabemos todavía de dónde procede el impulso hacia la verdad, pues hasta ahora solamente hemos prestado atención al compromiso que la sociedad establece para existir: ser veraz, es decir, utilizar las metáforas usuales; por tanto, solamente hemos prestado atención, dicho en términos morales, al compromiso de mentir de acuerdo con una convención firme, mentir borreguilmente, de acuerdo con un estilo vinculante para todos. Ciertamente, el hombre se olvida de que su situación es ésta; por tanto, miente de la manera señalada inconscientemente y en virtud de hábitos seculares —y precisamente en virtud de esta inconsciencia, precisamente en virtud de este olvido, adquiere el sentimiento de la verdad—. A partir del sentimiento de estar comprometido a designar una cosa como “roja”, otra como “fría” y una tercera como “muda”, se despierta un movimiento moral hacia la verdad; a partir del contraste del mentiroso, en quien nadie confía y a quien todo el mundo excluye, el hombre se demuestra a sí mismo lo honesto, lo fiable y lo provechoso de la verdad. En ese instante, el hombre pone sus actos como ser racional bajo el dominio de las abstracciones; ya no tolera más el ser arrastrado por las impresiones repentinas, por las intuiciones; generaliza en primer lugar todas esas impresiones en conceptos más descoloridos, más fríos, para uncirlos al carro de su vida y de su acción. Todo lo que eleva al hombre por encima del animal depende de esa capacidad de volatilizar las metáforas intuitivas en un esquema; en suma, de la capacidad de disolver una figura en un concepto. En el ámbito de esos esquemas es posible algo que jamás podría conseguirse bajo las primitivas impresiones intuitivas: construir un orden piramidal por castas y grados; instituir un mundo nuevo de leyes, privilegios, subordinaciones y delimitaciones, que ahora se contrapone al otro mundo de las primitivas impresiones intuitivas como lo más firme, lo más general, lo mejor conocido y lo más humano y, por tanto, como una instancia reguladora e imperativa. Mientras que toda metáfora intuitiva es individual y no tiene otra idéntica y, por tanto, sabe siempre ponerse a salvo de toda clasificación, el gran edificio de los conceptos ostenta la rígida regularidad de un columbarium romano e insufla en la lógica el rigor y la frialdad peculiares de la matemática. Aquel a quien envuelve el hálito de esa frialdad, se resiste a creer que también el concepto, óseo y octogonal como un dado y, como tal, versátil, no sea más que el residuo de una metáfora, y que la ilusión de la extrapolación artística de un impulso nervioso en imágenes es, si no la madre, sí sin embargo la abuela de cualquier concepto. Ahora bien, dentro de ese juego de dados de los conceptos se denomina “verdad” al uso de cada dado según su designación; contar exactamente sus puntos, formar las clasificaciones correctas y no violar en ningún caso el orden de las castas ni la sucesión jerárquica. Así como los romanos y los etruscos dividían el cielo mediante rígidas líneas matemáticas y conjuraban en ese espacio así delimitado, como en un templum, a un dios, cada pueblo tiene sobre él un cielo conceptual semejante matemáticamente repartido y en esas circunstancias entiende por mor de la verdad, que todo dios conceptual ha de buscarse solamente en su propia esfera. Cabe admirar en este caso al hombre como poderoso genio constructor, que acierta a levantar sobre cimientos inestables y, por así decirlo, sobre agua en movimiento una catedral de conceptos infinitamente compleja: ciertamente, para encontrar apoyo en tales cimientos debe tratarse de un edificio hecho como de telarañas, suficientemente liviano para ser transportado por las olas, suficientemente firme para no desintegrarse ante cualquier soplo de viento. Como genio de la arquitectura el hombre se eleva muy por encima de la abeja: ésta construye con la cera que recoge de la naturaleza; aquél, con la materia bastante más delicada de los conceptos que, desde el principio, tiene que fabricar por sí mismo.

jueves, 10 de octubre de 2013

La libertad de prensa. Prólogo a la rebelión en la Granja. George Orwell


Este libro fue pensado hace bastante tiempo.  Su idea central data de 1937, pero su redacción no quedó terminada hasta finales de 1943.  En la época en que se escribió, era obvio que encontraría grandes dificultades para editarse (a pesar de que la escasez de libros existentes garantizaba que cualquier volumen impreso se vendería) y, efectivamente, el libro fue rechazado por cuatro editores.  Tan sólo uno de ellos lo hizo por motivos ideológicos; otros dos habían publicado libros antirrusos durante años y el cuarto carecía de ideas políticas definidas.  Uno de ellos estaba decidido a lanzarlo pero, después de un primer momento de acuerdo, prefirió consultar con el Ministerio de Información que, al parecer, le había avisado y hasta advertido severamente sobre su publicación.  He aquí un extracto de una carta del editor, en relación con la consulta hecha: «Me refiero a la reacción que he observado en un importante funcionario del Ministerio de Información con respecto a Rebelión en la granja.  Tengo que confesar que su opinión me ha dado mucho que pensar... Ahora me doy cuenta de cuán peligroso puede ser el publicarlo en estos momentos porque, si la fábula estuviera dedicada a todos los dictadores y a todas las dictaduras en general, su publicación no estaría mal vista, pero la trama sigue tan fielmente el curso histórico de la Rusia de los Soviets y de sus dos dictadores que sólo puede aplicarse a aquel país, con exclusión de cualquier otro régimen dictatorial.  Y otra cosa: sería menos ofensiva si la casta dominante que aparece en la fábula no fuera la de los cerdos.* Creo que la elección de estos animales puede ser ofensiva y de modo especial para quienes sean un poco susceptibles, como es el caso de los rusos.  »

* No está claro quién ha sugerido esta modificación, si es idea propia del Sr.  X... o si proviene del propio Ministerio.  Pero parece tener marchamo oficial.  (Nota de G. Orwell.)

Asuntos de esta clase son siempre un mal síntoma.  Como es obvio, nada es menos deseable que un departamento ministerial tenga facultades para censurar libros (excepción hecha de aquellos que afecten a la seguridad nacional, cosa que, en tiempo de guerra, no puede merecer objeción alguna) que no estén patrocinados oficialmente.  Pero el mayor peligro para la libertad de expresión y de pensamiento no proviene de la intromisión directa del Ministerio de Información o de cualquier organismo oficial.  Si los editores y los directores de los periódicos se esfuerzan en eludir ciertos temas no es por miedo a una denuncia: es porque le temen a la opinión pública.  En este país, la cobardía intelectual es el peor enemigo al que han de hacer frente periodistas y escritores en general.  Es éste un hecho grave que, en mi opinión, no ha sido discutido con la amplitud que merece.

Cualquier persona cabal y con experiencia periodística tendrá que admitir que, durante esta guerra, la censura oficial no ha sido particularmente enojosa.  No hemos estado sometidos a ningún tipo de «orientación» o «coordinación» de carácter totalitario, cosa que hasta hubiera sido razonable admitir, dadas las circunstancias.  Tal vez la prensa tenga algunos motivos de queja justificados pero, en conjunto, la actuación del gobierno ha sido correcta y de una clara tolerancia para las opiniones minoritarias.  El hecho más lamentable en relación con la censura literaria en nuestro país ha sido principalmente de carácter voluntario.  Las ideas impopulares, según se ha visto, pueden ser silenciadas y los hechos desagradables ocultarse sin necesidad de ninguna prohibición oficial.  Cualquiera que haya vivido largo tiempo en un país extranjero podrá contar casos de noticias sensacionalistas que ocupaban titulares y acaparaban espacios incluso excesivos para sus méritos.  Pues bien, estas mismas noticias son eludidas por la prensa británica, no porque el gobierno las prohíba, sino porque existe un acuerdo general y tácito sobre ciertos hechos que «no deben» mencionarse.  Esto es fácil de entender mientras la prensa británica siga tal como está: muy centralizada y propiedad, en su mayor parte, de unos pocos hombres adinerados que tienen muchos motivos para no ser demasiado honestos al tratar ciertos temas importantes.  Pero esta misma clase de censura velada actúa también sobre los libros y las publicaciones en general, así como sobre el cine, el teatro y la radio.  Su origen está claro: en un momento dado se crea una ortodoxia, una serie de ideas que son asumidas por las personas bienpensantes y aceptadas sin discusión alguna.  No es que se prohíba concretamente decir «esto» o «aquello», es que «no está bien» decir ciertas cosas, del mismo modo que en la época victoriana no se aludía a los pantalones en presencia de una señorita.  Y cualquiera que ose desafiar aquella ortodoxia se encontrará silenciado con sorprendente eficacia.  De ahí que casi nunca se haga caso a una opinión realmente independiente ni en la prensa popular ni en las publicaciones minoritarias e intelectuales.

En este instante, la ortodoxia dominante exige una admiración hacia Rusia sin asomo de crítica.  Todo el mundo está al cabo de la calle de este hecho y, por consiguiente, todo el mundo actúa en consonancia.  Cualquier crítica seria al régimen soviético, cualquier revelación de hechos que el gobierno ruso prefiera mantener ocultos, no saldrá a la luz.  Y lo peor es que esta conspiracion nacional para adular a nuestro aliado se produce a pesar de unos probados antecedentes de tolerancia intelectual muy arraigados entre nosotros.  Y así vemos, paradójicamente, que no se permite criticar al gobierno soviético, mientras se es libre de hacerlo con el nuestro.  Será raro que alguien pueda publicar un ataque contra Stalin, pero es muy socorrido atacar a Churchill desde cualquier clase de libro o periódico.  Y en cinco años de guerra -durante dos o tres de los cuales luchamos por nuestra propia supervivencia- se escribieron incontables libros, artículos y panfletos que abogaban, sin cortapisa alguna, por llegar a una paz de compromiso, y todos ellos aparecieron sin provocar ningún tipo de crítica o censura.

Mientras no se tratase de comprometer el prestigio de la Unión Soviética, el principio de libertad de expresión ha podido mantenerse vigorosamente.  Es cierto que existen otros temas proscritos, pero la actitud hacia la URSS es el síntoma más significativo.  Y tiene unas características completamente espontáneas, libres de la influencia de cualquier grupo de presión.

El servilismo con el que la mayor parte de la intelligentsia británica se ha tragado y repetido los tópicos de la propaganda rusa desde 1941 sería sorprendente, si no fuera porque el hecho no es nuevo y ha ocurrido ya en otras ocasiones.  Publicación tras publicación, sin controversia alguna, se han ido aceptando y divulgando los puntos de vista soviéticos con un desprecio absoluto hacia la verdad histórica y hacia la seriedad intelectual.

Por citar sólo un ejemplo: la BBC celebró el XXV aniversario de la creación del Ejército Rojo sin citar para nada a Trotsky, lo cual fue algo así como conmemorar la batalla de Trafalgar sin hablar de Nelson.  Y, sin embargo, el hecho no provocó la más mínima protesta por parte de nuestros intelectuales.  En las luchas de la Resistencia de los países ocupados por los alemanes, la prensa inglesa tomó siempre partido al lado de los grupos apoyados por Rusia, en tanto que las otras facciones eran silenciadas (a veces con omisión de hechos probados) con vistas a justificar esta postura.  Un caso particularmente demostrativo fue el del coronel Mijáilovich, líder de los chetniks yugoslavos.  Los rusos tenían su propio protegido en la persona del mariscal Tito y acusaron a Mijáilovich de colaboración con los alemanes.  Esta acusación fue inmediatamente repetida por la prensa británica.  A los partidarios de Mijáilovich no se les dio oportunidad alguna para responder a estas acusaciones e incluso fueron silenciados hechos que las rebatían, impidiendo su publicación.

En julio de 1943 los alemanes ofrecieron una recompensa de 100.000 coronas de oro por la captura de Tito y otra igual por la de Mijáilovich.  La prensa inglesa resaltó mucho lo ofrecido por Tito, mientras sólo un periódico (y en letra menuda) citaba la ofrecida por Mijáilovich.  Y, entre tanto, las acusaciones por colaboracionismo eran incesantes... Hechos muy similares ocurrieron en España durante la Guerra Civil.  También entonces los grupos republicanos a quienes los rusos habían decidido eliminar fueron acusados entre la indiferencia de nuestra prensa de izquierdas; y cualquier escrito en su defensa, aunque fuera una simple carta al director, vio rechazada su publicación.  En aquellos momentos no sólo se consideraba reprobable cualquier tipo de crítica hacia la URSS, sino que incluso se mantenía secreta.  Por ejemplo: Trotsky había escrito poco antes de morir una biografía de Stalin.  Es de suponer que, si bien no era una obra totalmente imparcial, debía ser publicable y, en consecuencia, vendible.  Un editor americano se había hecho cargo de su publicación y el libro estaba ya en prensa.  Creo que habían sido ya corregidas las pruebas, cuando la URSS entró en la guerra mundial.  El libro fue inmediatamente retirado.  Del asunto no se dijo ni una sola palabra en la prensa británica, aunque la misma existencia del libro y su supresión eran hechos dignos de ser noticia.

Creo que es importante distinguir entre el tipo de censura que se imponen voluntariamente los intelectuales ingleses y la que proviene de los grupos de presión.  Como es obvio, existen ciertos temas que no deben ponerse en tela de juicio a causa de los intereses creados que los rodean.  Un caso bien conocido es el tocante a los médicos sin escrúpulos.

También la Iglesia Católica tiene considerable influencia en la prensa, una influencia capaz de silenciar muchas críticas.  Un escándalo en el que se vea mezclado un sacerdote católico es algo a lo que nunca se dará publicidad, mientras que si el mismo caso ocurre con uno anglicano, es muy probable que se publique en primera página, como ocurrió con el caso del rector de Stiffkey.  Asimismo, es muy raro que un espectáculo de tendencia anticatólica aparezca en nuestros escenarios o en nuestras pantallas.  Cualquier actor puede atestiguar que una obra de teatro o una película que se burle de la Iglesia Católica se exponen a ser boicoteados desde los periódicos y condenados al fracaso.  Pero esta clase de hechos son comprensibles y además inofensivos.  Toda gran organización cuida de sus intereses lo mejor que puede y, si ello se hace a través de una propaganda descubierta, nada hay que objetar.

Uno no debe esperar que el Daily Worker publique algo desfavorable para la URSS, ni que el Catholic Herald hable mal del Papa.  Esto no puede extrañar a nadie, pero lo que sí es inquietante es que, dondequiera que influya la URSS con sus especiales maneras de actuar, sea imposible esperar cualquier forma de crítica inteligente ni honesta por parte de escritores de signo liberal inmunes a todo tipo de presión directa que pudiera hacerles falsear sus opiniones.  Stalin es sacrosanto y muchos aspectos de su política están por encima de toda discusión.  Es una norma que ha sido mantenida casi universalmente desde 1941 pero que estaba orquestada hasta tal punto, que su origen parecía remontarse a diez años antes.  En todo aquel tiempo las críticas hacia el régimen soviético ejercidas desde la izquierda tenían muy escasa audiencia.  Había, sí, una gran cantidad de literatura antisoviética, pero casi toda procedía de zonas conservadoras y era claramente tendenciosa, fuera de lugar e inspirada por sórdidos motivos.  Por el lado contrario hubo una producción igualmente abundante, y casi igualmente tendenciosa, en sentido pro ruso, que comportaba un boicot a todo el que tratara de discutir en profundidad cualquier cuestión importante.

Desde luego que era posible publicar libros antirrusos, pero hacerlo equivalía a condenarse a ser ignorado por la mayoría de los periódicos importantes.  Tanto pública como privadamente se vivía consciente de que aquello «no debía» hacerse y, aunque se arguyera que lo que se decía era cierto, la respuesta era tildarlo de «inoportuno» y «al servicio de» intereses reaccionarios.  Esta actitud fue mantenida apoyándose en la situación internacional y en la urgente necesidad de sostener la alianza anglorrusa; pero estaba claro que se trataba de una pura racionalización.  La gran mayoría de los intelectuales británicos había estimulado una lealtad de tipo nacionalista hacia la Unión Soviética y, llevados por su devoción hacia ella, sentían que sembrar la duda sobre la sabiduría de Stalin era casi una blasfemia.

Acontecimientos similares ocurridos en Rusia y en otros países se juzgaban según distintos criterios.  Las interminables ejecuciones llevadas a cabo durante las purgas de 1936 a 1938 eran aprobadas por hombres que se habían pasado su vida oponiéndose a la pena capital, del mismo modo que, si bien no había reparo alguno en hablar del hambre en la India, se silenciaba la que padecía Ucrania.  Y si todo esto era evidente antes de la guerra, esta atmósfera intelectual no es, ahora, ciertamente mejor.

Volviendo a mi libro, estoy seguro de que la reacción que provocará en la mayoría de los intelectuales ingleses será muy simple: «No debió ser publicado».  Naturalmente, estos críticos, muy expertos en el arte de difamar, no lo atacarán en -el terreno político, sino en el intelectual.  Dirán que es un libro estúpido y tonto y que su edición no ha sido más que un despilfarro de papel.  Y yo digo que esto puede ser verdad, pero no «toda la verdad» del asunto.  No se puede afirmar que un libro no debe ser editado tan sólo porque sea malo.

Después de todo, cada día se imprimen cientos de páginas de basura y nadie le da importancia.  La intelligentsia británica, al menos en su mayor parte, criticará este libro porque en él se calumnia a su líder y con ello se perjudica la causa del progreso.  Si se tratara del caso inverso, nada tendrían que decir aunque sus defectos literarios fueran diez veces más patentes.  Por ejemplo, el éxito de las ediciones del Left Book Club durante cinco años demuestra cuán tolerante se puede llegar a ser en cuanto a la chabacanería y a la mala literatura que se edita, siempre y cuando diga lo que ellos quieren oír.

El tema que se debate aquí es muy sencillo: ¿Merece ser escuchado todo tipo de opinión, por impopular que sea?  Plantead esta pregunta en estos términos y casi todos los ingleses sentirán que su deber es responder: «Sí».  Pero dadle una forma concreta y preguntad: ¿Qué os parece si atacamos a Stalin?  ¿Tenemos derecho a ser oídos?  Y la respuesta más natural será: «No».  En este caso, la pregunta representa un desafío a la opinión ortodoxa reinante y, en consecuencia, el principio de libertad de expresión entra en crisis.  De todo ello resulta que, cuando en estos momentos se pide libertad de expresión, de hecho no se pide auténtica libertad.  Estoy de acuerdo en que siempre habrá o deberá haber un cierto grado de censura mientras perduren las sociedades organizadas.  Pero «libertad», como dice Rosa Luxemburg, es «libertad para los demás».  Idéntico principio contienen las palabras de Voltaire: «Detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo».  Si la libertad intelectual ha sido sin duda alguna uno de los principios básicos de la civilización occidental, o no significa nada o significa que cada uno debe tener pleno derecho a decir y a imprimir lo que él cree que es la verdad, siempre que ello no impida que el resto de la comunidad tenga la posibilidad de expresarse por los mismos inequívocos caminos.  Tanto la democracia capitalista como las versiones occidentales del socialismo han garantizado hasta hace poco aquellos principios.  Nuestro gobierno hace grandes demostraciones de ello.  La gente de la calle -en parte quizá porque no está suficientemente imbuida de estas ideas hasta el punto de hacerse intolerante en su defensa- sigue pensando vagamente en aquello de: «Supongo que cada cual tiene derecho a exponer su propia opinión».  Por ello incumbe principalmente a la intelectualidad científica y literaria el papel de guardián de esa libertad que está empezando a ser menospreciada en la teoría y en la práctica.

Uno de los fenómenos más peculiares de nuestro tiempo es el que ofrece el liberal renegado.

Los marxistas claman a los cuatro vientos que la «libertad burguesa» es una ilusión, mientras una creencia muy extendida actualmente argumenta diciendo que la única manera de defender la libertad es por medio de métodos totalitarios.  Si uno ama la democracia, prosigue esta argumentación, hay que aplastar a los enemigos sin que importen los medios utilizados.  ¿Y quiénes son estos enemigos?  Parece que no sólo son quienes la atacan abierta y concienzudamente, sino también aquellos que «objetivamente» la perjudican propalando doctrinas erróneas.  En otras palabras: defendiendo la democracia acarrean la destrucción de todo pensamiento independiente.

Éste fue el caso de los que pretendieron justificar las purgas rusas.  Hasta el más ardiente rusófilo tuvo dificultades para creer que todas las víctimas fueran culpables de los cargos que se les imputaban.  Pero el hecho de haber sostenido opiniones heterodoxas representaba un perjuicio para el régimen y, por consiguiente, la masacre fue un hecho tan normal como las falsas acusaciones de que fueron víctimas.  Estos mismos argumentos se esgrimieron para justificar las falsedades lanzadas por la prensa de izquierdas acerca de los trotskistas y otros grupos republicanos durante la Guerra Civil española.  Y la misma historia se repitió para criticar abiertamente el hábeas corpus concedido a Mosley cuando fue puesto en libertad en 1943.

Todos los que sostienen esta postura no se dan cuenta de que, al apoyar los métodos totalitarios, llegará un momento en que estos métodos serán usados «contra» ellos y río «por» ellos.  Haced una costumbre del encarcelamiento de fascistas sin juicio previo y tal vez este proceso no se limite sólo a los fascistas.  Poco después de que al Daily Worker le fuera levantada la suspensión, hablé en un College del sur de Londres.  El auditorio estaba formado por trabajadores y profesionales de la baja clase media, poco más o menos el mismo tipo de público que frecuentaba las reuniones del Left Book Club.  Mi conferencia trataba de la libertad de prensa y, al término de la misma y ante mi asombro, se levantaron varios espectadores para preguntarme «si en mi opinión había sido un error levantar la prohibición que impedía la publicación del Daily Worker».  Hube de preguntarles el porqué y todos dijeron que «era un periódico de dudosa lealtad y por tanto no debía tolerarse su publicación en tiempo de guerra».  El caso es que me encontré defendiendo al periódico que más de una vez se había salido de sus casillas para atacarme.  ¿Dónde habían aprendido aquellas gentes puntos de vista tan totalitarios?  Con toda seguridad debieron aprenderlos de los mismos comunistas.

La tolerancia y la honradez intelectual están muy arraigadas en Inglaterra, pero no son indestructibles y si siguen manteniéndose es, en buena parte, con gran esfuerzo.  El resultado de predicar doctrinas totalitarias es que lleva a los pueblos libres a confundir lo que es peligroso y lo que no lo es.  El caso de Mosley es, a este efecto, muy ilustrativo.  En 1940 era totalmente lógico internarlo, tanto si era culpable como si no lo era.  Estábamos entonces luchando por nuestra propia existencia y no podíamos tolerar que un posible colaboracionista anduviera suelto.  En cambio, mantenerlo encarcelado en 1943, sin que mediara proceso alguno, era un verdadero ultraje.  La aquiescencia general al aceptar este hecho fue un mal síntoma, aunque es cierto que la agitación contra la liberación de Mosley fue en gran parte ficticia y, en menor parte, manifestación de otros motivos de descontento.  ¡Sin embargo, cuán evidente resulta, en el actual deslizamiento hacia los sistemas fascistas, la huella de los antifascismos de los últimos diez años y la falta de escrúpulos por ellos acuñada!

Es importante constatar que la corriente rusófila es sólo un síntoma del debilitamiento general de la tradición liberal.  Si el Ministerio de Información hubiera vetado definitivamente la publicación de este libro, la mayoría de los intelectuales no hubiera visto nada inquietante en todo ello.  La lealtad exenta de toda crítica hacia la URSS pasa a convertirse en ortodoxia, y, dondequiera que estén en juego los intereses soviéticos, están dispuestos no sólo a tolerar la censura sino a falsificar deliberadamente la Historia.  Por citar sólo un caso.  A la muerte de John Reed, el autor de Diez días que conmovieron al mundo -un relato de primera mano de las jornadas claves de la Revolución rusa-, los derechos del libro pasaron a poder del Partido Comunista británico, a quien el autor, según creo, los había legado.  Algunos años más tarde, los comunistas ingleses destruyeron en gran parte la edición original, lanzando después una versión amañada en la que omitieron las menciones a Trotsky así como la introducción escrita por el propio Lenin.  Si hubiera existido una auténtica intelectualidad liberal en Gran Bretaña, este acto de piratería hubiera sido expuesto y denunciado en todos los periódicos del país.  La realidad es que las protestas fueron escasas o nulas.  A muchos, aquello les pareció la cosa más natural.  Esta tolerancia que llega a lo indecoroso es más significativa aún que la corriente de admiración hacia Rusia que se ha impuesto en estos días.  Pero probablemente esta moda no durará.  Preveo que, cuando este libro se publique, mi visión del régimen soviético será la más comúnmente aceptada.  ¿Qué puede esto significar?

Cambiar una ortodoxia por otra no supone necesariamente un progreso, porque el verdadero enemigo está en la creación de una mentalidad «gramofónica»