Desde mi amplia ventana de Bfevnov, allí mismo donde terminaba mi pequeño huerto, veía yo el verdor de los brotes del campo desde
el otoño hasta el verano siguiente. Detrás del campo había unas canteras abandonadas
que en verano se llenaban de esbeltos tallos de perejil. Más allá de las
canteras, la carretera bajaba a un valle, luego había otro campo y, después,
un bosquecillo pedregoso. Cuando en marzo abría la ventana de par en par y
acercaba mi silla, podía escuchar las alondras como desde un palco del Teatro
Nacional.Hace tiempo que el espacio que había delante de mi
ventana está tapado. Algún tiempo atrás, los brotes se cambiaron en las
alambradas que cercan las casas y las villas. Las perdices y los faisanes que
antaño entraban en nuestros huertos, ya no se dejan ver ni en invierno, y las
liebres que a menudo correteaban entre nuestros pies, han huido más lejos.
Sólo los cuervos han permanecido fieles a nosotros y parece que, a cada nuevo
año, su número aumenta. Llegan siempre a finales de octubre, cuando ya es casi
seguro que no hará un solo día bueno. Se reúnen en bandadas, llenan el aire con
sus gritos ominosos y les gusta posarse sobre las débiles ramas de los
abedules, que bajo su peso se inclinan hondamente.
Una vez, en otoño, enterré en el abono una liebre destrozada y ya maloliente. La desenterraron en seguida y a partir de entonces prestan una especial atención a nuestro huerto. Desasosegados y estrepitosos, vuelan arriba y abajo. Y tengo la sensación de que debajo de nuestras ventanas están montando un catafalco.
A partir de su mitad, el otoño suele ser aún más triste. Cada uno de nosotros se detiene a pensar un momento y mira perplejo a su alrededor.
El espacio de vida que hemos atravesado se llena entonces de rostros amables y amados, que nuestros ojos buscan allí mientras los invocan en el alma.
Entre miles de ellos he descubierto un rostro olvidado y estoy evocando un conocimiento. Desde mis años estudiantiles yo encontraba en la actual Avenida Nacional a un caballero de edad, con un bastón y un aplastado sombrero negro. Yo le saludaba cortésmente. Él me sonreía y, con un gesto amistoso, se llevaba la mano al sombrero. Era Ignát Herrmann. Al cabo de muchos años, al final de los veinte, me paró y, por lo visto movido por la curiosidad, me preguntó quién era. Así, sin más, nos conocimos.
—Joven —me dijo Herrmann—, de mi generación ya no me queda nadie en el mundo. Todos han muerto y estoy completamente solo.
En torno a nosotros retumbaba la Avenida Nacional, llena de gente que pasaba de prisa o estaba parada, y yo me negaba a dar crédito a sus palabras. Si aquí mismo había una multitud de los que le conocían y le leían. No, él no estaba abandonado.
Un otoño, a principios de los veinte, publicamos una antología de nuestro grupo Devétsil. Herrmann me lo recordó con una leve sonrisa. Ya no puedo decir para qué destacamos especialmente aquel otoño también en la portada. El libro levantó entonces una polvareda. ¿Cuántos quedamos de los que entonces nos habíamos reunido en torno a aquel libro y cuyos nombres venían mencionados en una de sus últimas páginas? ¡Sólo dos o tres! Y yo soy el único que todavía grita por lo bajo «¡Hurra!» y moja la pluma en el tintero. Todos los demás han muerto. Miro atrás buscando sus rostros. Los encuentro, pero en seguida se confunden en el gris de mi mala memoria.
Abro aquella lectura antigua y siento tristeza. El perfume de los recuerdos me ahoga. El amargo aliento de las viejas caricias se ha enfriado hace mucho. ¡Cuántos nombres había! Ivan Goll, Foujita, Georg Grosz, Zadkin, Kisling, Archipenko... Pronuncio nombres que hoy ya no me dicen tanto. ¡Y estoy pensando en otros!
¡Qué felicidad habría sido la mía, si hubiese podido estrechar la mano de Vancura! ¡Qué no daría por poder fumar una pipa en Slávie con Teige! Si, por casualidad, yo no tuviese una pipa, me la prestaría gustoso. Siempre tenía los bolsillos llenos de ellas y las iba cambiando. ¡Cuánto me gustaría tomar en Suter una botella de vino con Vítézslav Nezval! En este momento no puedo pasar por alto los días en que nos recitaba temperamentalmente «El asombroso mago» que justamente acababa de ser publicado por primera vez en aquella antología nuestra. Fui yo mismo quien lo llevó a la imprenta y hasta hoy vuelven a mí, como por ensalmo, sus maravillosos primeros versos:
Sueñas con una cultura nueva y yo te canto otra vez, llena de reverberos, fuente con la tigresa...
Vuelvo las páginas amarillentas, y tampoco puedo dejar de recordar las últimas líneas del artículo programático de Karel Teige que cierra la antología:
La belleza del nuevo arte es de este mundo. La misión del arte es la de crear bellezas análogas y cantar, con imágenes arrebatadoras y con insospechados ritmos poéticos, toda la belleza del mundo.
También en el libro las cinco últimas palabras vienen resaltadas con mayúsculas y encerradas entre dos manos impresas, con los índices extendidos. Nos gustaba mucho aquel signo, e incluso lo insertamos en algunos poemas.
Desde la publicación de la antología de Devétsil han pasado mucho más de cincuenta años. Está haciendo un melancólico día de octubre. He estado de nuevo en la Avenida Nacional. La vida fluía alrededor de mí con tanta prisa que la mirada no conseguía seguirla. Pero me ha parecido que estoy solo en el mundo.
Jaroslav Seifert.