viernes, 1 de agosto de 2014

LA CRISIS DE LA DEMOCRACIA Y LA LECCION DE LOS CLASICOS. NORBERTO BOBBIO

1. Mi razonamiento se basa en una frase que se lee al final de la carta programática con la que se ha convocado la convención sobre “La política entre sujetos e instituciones”: “En el espacio de la política parecen anudarse, en sustancia, todas las cuestiones planteadas (en términos incluso internacionales). Por ello resulta inevitable preguntarse si no están cambiando sus connotaciones, sus leyes de movimiento, su forma de producirse”. No, no estoy de acuerdo. E, incluso, me pregunto si en estos días, ante la explosión de la violencia terrorista en el interior de nuestro estado y a la forma en que responde nuestro gobierno limitando las libertades constitucionales, por un lado, y frente a la invasión de Afganistán por parte de la Unión Soviética, y al modo en que responde la otra gran potencia amenazando con sanciones económicas y medidas militares en el escenario internacional, por el otro, la política no muestra, más que nunca, su real, inmutable y profunda naturaleza. A la pregunta de si no están cambiando las  y las  de la política, siento la tentación de responder, aun cuando sólo sea como una especie de provocación: Nil sub sole novi. Y de repetir con Maquievelo: .(1)
No he citado a Maquiavelo por casualidad. Para no engañarnos por las apariencias ni ser inducidos a creer que cada diez años la historia empieza de nuevo, es preciso tener mucha paciencia y saber escuchar de nuevo las lecciones de los clásicos.  Una lección que Marx había aprendido y que los marxistas y neomarxistas, que desdeñan demasiado a menudo ir más allá de Marx, han olvidado casi siempre. Entre otras cosas creo que actualmente el marxismo está atravesando una de sus crisis recurrentes y, si no me engaño, una de las mayores, y que el único modo serio de volver a darle a Marx el sitio que le corresponde en la historia del pensamiento político (no me refiero a la historia del pensamiento económico y a la historia de la filosofía que están fuera de nuestro debate pero presumo que el argumento no debería ser tan distinto) sea el de considerarlo como uno de los clásicos cuyas lecciones deben ser continuamente escuchadas y profundizadas, aun cuando no se esté dispuesto a creer que la verdad empieza en él y acaba con él.
Según la lección de los clásicos, que se suele hacer empezar por comodidad en Maquiavelo únicamente porque el pensamiento de Maquiavelo acompaña la formación del estado moderno, pero que se podría hacer empezar mucho más atrás, una lección, téngase en cuenta, que es también la de Marx, la política es la esfera donde se desarrollan las relaciones de dominio, entendido dicho dominio en su expresión más intensa, como el poder que puede recurrir, para alcanzar sus propios fines, en última instancia, o extrema ratio, a la fuerza física. Dicho de otra forma, el uso de la fuerza física, aún en última instancia, aún como extrema ratio, es carácter específico del poder político. El estado puede ser definido como el detentador del poder político y, por tanto, como medio y fin de la acción política de los individuos y de los grupos en conflicto entre sí, en cuanto es el conjunto de las instituciones que en un determinado territorio disponen, y están capacitadas para valerse de ella en el momento oportuno, de la fuerza física para resolver el conflicto entre los individuos y entre los grupos. Y puede disponer, y está capacitado para utilizar, de la fuerza física por cuanto tiene el monopolio de la misma. El abc de la teoría del estado, prescindiendo del cual no se logrará nunca comprender porque existe el estado, y al no comprenderlo se fantasea acerca de una posible extinción del mismo, es la hipótesis hobbesiana, que brevemente puede enunciarse así: la necesidad del estado nace de la convicción racional de los individuos según la cual el uso indiscriminado de las fuerzas privadas en libre competencia entre sí genera un estado autodestructivo de guerra de todos contra todos, y de la consiguiente renuncia por parte de cada uno al uso privado de la fuerza en favor del soberano que, a partir del momento en que se produce dicha renuncia, se convierte en el único titular del derecho a disponer de ella. La expresión , que se deriva de una evidente y correcta analogía entre la eliminación del libre mercado y la eliminación de la libre guerra, no es de Hobbes, sino de Max Weber, quien al adoptarla no se olvidó que antes que nada era un economista. Pero sirve perfectamente para representar la hipótesis hob-besiana del estado que nace de la necesidad en la que se encuentran los individuos racionales de sustituir la pluralidad de los poderes de los individuos singulares por la unidad del  (esta expresión sí que es de Hobbes).(2)
No es distinto el concepto que Marx tiene del estado, con la diferencia de que él explica de una forma mucho más realista el nacimiento del estado no partiendo de una hipotética guerra de todos contra todos, que tuvo lugar en un estado de naturaleza construido racionalmente, sino de una histórica lucha de clases derivada, a su vez, de la división del trabajo, con la consecuencia de que esa  que es, según Marx, el estado, es considerada no ya como el , sino como el poder de la clase dominante y, por tanto, el poder de una parte de la sociedad sobre la otra.
No valdría la pena insistir sobre la validez nunca venida a menos de la hipótesis hobbesiana si no fuera por la injustificada fortuna que ha tenido una interpretación del pensamiento de Hobbes, según la cual el estado de naturaleza, que Hobbes define repetidamente como de , ha sido entendido no como una representación llevada hasta sus últimas consecuencias de la guerra civil, o también del estado de guerra permanente tal vez más frecuentemente en estado latente entre los estados soberanos, sino como una prefiguración de la sociedad de mercado.(3) De una interpretación de este tipo se puede decir que, en vez de intentar comprender el pensamiento político de Marx a través del de Hobbes, ha intentado comprender el pensamiento político de Hobbes a través del de Marx, con el resultado de falsear el primero y hacer menos comprensible el segundo. Cualquier lector atento de las obras de Hobbes sabe cuantos y de que peso son los párrafos en los que éste identifica al estado de naturaleza con el estado de guerra y, en particular, con el estado de guerra civil, y por lo tanto con el antiestado, y que pocos e insignificantes son los párrafos que se pueden aducir estrujando y comprimiendo los textos para encontrar en la descripción del estado de naturaleza la prefiguración de la sociedad de mercado. Pero prescindiendo incluso del examen de los textos, la sociedad de mercado es, en la interpretación histórica corriente, exactamente lo opuesto al estado de naturaleza hobbesiano: mientras que éste es la esfera en la que se desencadenan las pasiones humanas, como la avidez por la ganancia, la desconfianza recíproca y la vanagloria, aquélla es concebida desde los inicios de la ciencia económica como el campo en el que hacen su aparición y son puestos a prueba los intereses bien calculados y el que el hombre ejercita ese cálculo de los intereses que según la definición hobbesiana de la razón como cálculo, es la más elemental expresión de la racionalidad humana. Y dado que es un cálculo racional lo que induce al hombre a salir del estado de naturaleza y a instituir la sociedad civil, ésta se contrapone cabalmente como estado del hombre de razón con el estado de naturaleza entendido como estado del hombre de pasión. En otras palabras, mientras el estado de naturaleza hobbesiano es el estado en que los hombres seguirían viviendo si no fueran también seres racionales, o sea, capaces de hacer el cálculo de sus propios intereses, la sociedad de mercado es una de las más singulares expresiones, como el lenguaje, de la racionalidad espontánea, por cuanto consiste en una red de relaciones cuya armonía no depende de una imposición, como lo es precisamente la que es ejercida por el estado para dominar las pasiones, sino que se deriva de una composición natural, o sea, inherente a la propia naturaleza de los intereses en juego (la denominada ). Como tal, el mercado no debe evitarse o suprimirse sino que debe redescubrirse y liberarse de todos los obstáculos que le impiden su libre movimiento, provenientes precisamente de ese poder político que, según Hobbes, representa en cambio el triunfo de la razón sobre la no razón, de la racionalidad impuesta (porque, para Hobbes, la racionalidad sólo puede ser impuesta como la libertad para Rousseau) sobre la espontaneidad que es por sí misma irracional y acaba por conducir al hombre naturaliter pasional a su propia perdición. Que los primeros críticos de la economía burguesa, entre los que estaba el propio Marx, hayan visto en la sociedad de mercado, además del producto de una racionalidad espontánea, la fuente de una permanente anarquía, de una hobbesiana guerra de todos contra todos, no es una buena razón para retrotraer una crítica de este tipo a Hobbes, para el cual la disolución del estado que traslada a los hombres al estado de naturaleza no depende tanto de causas económicas sino de la difusión a través de los demagogos y los falsos profetas de teorías sediciosas. Si es cierto que Marx ha puesto al hombre de pie con respecto a Hegel, con mayor razón eso es cierto con respecto a Hobbes.
Una vez admitido, por tanto, que existe un estado cuando sobre un determinado territorio se ha llevado a cabo el proceso de monopolización de la fuerza física, de ello se sigue que el estado, o la , como se dice ahora, deja de existir cuando, en determinadas situaciones de acentuada y e irreducible conflictualidad, el monopolio de la fuerza física va a menos o incluso, como sucede en las relaciones internacionales, no ha existido nunca. Una prueba de ello es que el estado puede consentir a la desmonopolización del poder económico, como sucedió en el período aúreo de la formación (y aún más de la ideología) del estado burgués, concebido como puro instrumento de regulación de los conflictos económicos que surgen en la sociedad civil, del estado no intervencionista, o neutral. Puede consentir a la desmonopolización del poder ideológico, como sucede siempre en los estados no confesionales (en el más amplio sentido de la palabra), en los que no existe una religión o, lo que es lo mismo, una doctrina o una ideología oficial, y son reconocidos los derechos de libertad religiosa y opinión pública. Pero no puede consentir a la desmo-nopolización del uso de la fuerza física sin dejar de ser un estado. Que Hobbes considerase necesario, además del monopolio de la fuerza física, también el monopolio del poder ideológico (pero no del poder económico), no impide que la conditio sine qua non de la existencia del estado fuera para él no el segundo sino el primero, hasta tal extremo que él combate como , que deben prohibirse, todas esas teorías que, de una u otra forma, discuten la necesidad del estado precisamente como único detentador del poder coactivo.
Que exista un estado cuando en un determinado territorio existe un centro de poder que detenta el monopolio de la fuerza no significa que este inmenso y exclusivo poder constituido por la posesión del monopolio de la fuerza sea ejercido en todos los estados de la misma forma. El estado que ejercita el poder coactivo , como habría dicho Montesquieu, es el estado despótico, el estado en su esencia,o, si se quiere, el estado en el momento de su origen ideal del desorden, del caos, de la anarquía del estado de naturaleza. Pero el estado despótico no se identifica con el estado tout court. En los grandes estados de occidente la historia ideal del estado puede ser representada como recorriendo otras dos etapas: la del estado de derecho y la del estado que, además de ser de derecho, es también democrático.
El estado de derecho, entendido el derecho kelsenianamente como el conjunto de las normas que reglan el uso de la fuerza, puede ser definido como el estado en el que el poder coactivo no es ejercido por el soberano a su arbitrio sino que existen unas normas generales y abstractas, y por tanto no válidas caso por caso, que establecen quién está autorizado a ejercer la fuerza, cuándo, o sea, en qué circunstancias, cómo, o sea, a través de qué procedimientos (lo cual significa que, excepto en caso de fuerza mayor el poder ejecutivo puede usar la fuerza de que dispone sólo después de un proceso regular), y en qué medida, lo que tiene como consecuencia que deba haber una determinada proporción, establecida de una vez por todas, entre culpa y castigo. A diferencia de lo que ocurre en el estado despótico, en el estado de derecho es posible distinguir no sólo la fuerza legítima de la ilegítima (considerando legítima cualquier acción que provenga del soberano, o sea del que posee el poder efectivo), sino tambien la fuerza legal de la ilegal, o sea, la fuerza basándose en leyes preestablecidas y la fuerza utilizada contra las leyes. La lucha por la instauración y el progresivo perfeccionamiento del estado de derecho es la lucha para el establecimiento y la ampliación de los límites del uso de la fuerza. Considero otras tantas batallas para el estado de derecho, entendido rigurosamente como el estado en el que el uso de la fuerza es paulatinamente regulado y limitado, las batallas para la mejora de las condiciones de vida en los manicomios y en las cárceles. Lo que se cuestiona en estas batallas es la limitación del uso de la fuerza tomando como base la distinción entre uso lícito y uso ilícito, y a través de las restricciones del uso lícito y la ampliación del ilícito. Una ley que establece que los padres no pueden pegar a sus hijos, ni los maestros a sus alumnos, entraría perfectamente en el esbozo general del estado de derecho, o sea, en un tipo de estado en el que cada forma de ejercicio de la fuerza física esta regulada por unas normas que permiten distinguir el uso legal del uso ilegal.
Recurrir a la fuerza es el medio tradicional y más eficaz (tradicional precisamente por su gran eficacia) de resolver los conflictos sociales. Y no basta regularlo para limitarlo y aun menos para eliminarlo. Uno de los mayores problemas de cualquier convivencia civil es de crear instituciones que permitan resolver los conflictos, si no todos los conflictos que puedan surgir en una sociedad, al menos la mayor parte, sin que sea necesario recurrir a la fuerza, más bien a la fuerza legítima, porque es la ejercida por el soberano, y legal, porque es ejercida en el ámbito de las leyes que la regulan. El conjunto de las instituciones que hacen posible la solución de los conflictos sin recurrir a la fuerza constituyen, además del estado de derecho, el estado democrático, lo que equivale a decir el estado en el que está vigente la regla fundamental de que en cada conflicto el vencedor no es ya quien tiene más fuerza física sino más fuerza persuasiva, o sea, aquél que con la fuerza de persuasión (o de la hábil propaganda o incluso de la fraudulenta manipulación) ha logrado conquistar la mayoría de votos. Utilizando un lenguaje funcionalístico se puede decir que el método democrático es el sustituto funcional del uso de la fuerza para la solución de los conflictos sociales. Un sustituto no exclusivo, pero del que no se puede desconocer su enorme importancia para reducir el ámbito del puro dominio: el debate en vez del enfrenta-miento físico, y después del debate el voto en vez de eliminar físicamente al adversario. Mientras la institución del estado de derecho influye sobre el uso de la fuerza regulándola, la institución del estado democrático influye en ella reduciendo su espacio de aplicación.
La distinción de estos tres momentos en la formación del estado moderno -el estado como pura potencia, el estado de derecho y el estado democrático- es un esquema conceptual que vale lo que vale. Vale como todos los esquemas para poner un poco de orden en la discusión. Y, en particular, a mí me sirve para iniciar un debate sobre la actual crisis de las instituciones en nuestro país. Invirtiendo el orden de los tres momentos, la gravedad de la crisis institucional de nuestro país consiste en el hecho de que, ante todo, está en crisis el estado democrático (sobre el cual deseo detenerme de modo particular en la segunda parte de mi exposición); y está en crisis el estado de derecho en el sentido de que están yendo a menos algunas garantías acerca del uso de la fuerza legítima; está en crisis el propio estado como tal, en cuanto pura potencia, como se hace cada día más evidente al ver extenderse la violencia privada y la increíble capacidad que la misma tiene para resistir eficazmente a la ofensiva de la violencia pública. Se trata de tres crisis distintas, que se sitúan a tres distintos niveles de la formación del estado moderno, pero que están estrechamente relacionadas. La ineficiencia de nuestra democracia induce a grupos revolucionarios y subversivos a intentar resolver con la fuerza los problemas que el método democrático mal usado no logra resolver, lo cual pone en entredicho al propio estado como el único detentador de la fuerza legítima; la tendencia resolver los conflictos con la fuerza conduce a la gradual suspensión de algunas normas características del estado de derecho; el deterioro del estado de derecho agrava la crisis de la democracia dando lugar a un auténtico y real círculo vicioso.