sábado, 13 de septiembre de 2008

La mujer que arruinó al pordiosero (Jan Neruda)


Voy a escribir sobre un hecho triste; pero ante mí es como si viera el rostro alegre del señor Vojtisek, ese rostro sano y luminoso, siempre colorado, que, en especial los domingos, me hacía pensar en la carne asada bañada con manteca fresca, que me agrada mucho. Sin embargo, los sábados también –el señor Vojtisek se rasuraba sólo los domingos–, cuando la barba blanca le había crecido de nuevo, como nata espesa ornamentando su rostro ape­titoso, el señor Vojtisek tenía una apariencia agradable. Su pelo también era atrayente. En verdad no tenía dema­siado: le comenzaba a crecer bajo una pelada redondeada y era considerablemente cano, en parte plateado y en parte tendiendo al dorado, pero fino como seda y rodeando la cabeza con delicadeza. El señor Vojtisek siempre tenía el gorro en la mano y se lo ponía solamente si debía pasar por un lugar excesivamente expuesto al sol. En re­sumidas cuentas, el señor Vojtisek me agradaba mucho; sus ojos celestes brillaban vivamente y su rostro entero era una especie de gran ojo redondo y sincero.
El señor Vojtisek era pordiosero. No sé a qué se había dedicado antes. Pero por lo que sé de la Malá Strana seguramente era un pordiosero antiguo y, de acuerdo con su aspecto saludable, podría continuar en su oficio por mucho tiempo. Era como un haya. Era fácil calcularle la edad. En una ocasión lo vi caminando a pasitos por la cuesta de San Juan, calle Ostruha arriba; descubrió al vigilante Simr tomando sol contra la baranda y se le acercó. El señor Simr era un vigilante gordo, tanto que su levita gris siempre parecía a punto de reventar; desde atrás, su cabeza, parecía una pila de salchichas rezumando grasa. Con el perdón de los lectores, el casco rutilante se bamboleaba sobre su gran testa cuando se movía; y cuando se echaba tras algún obrero que desaprensivamen­te y desafiando las reglamentaciones cruzaba las calles llevando la pipa encendida en la boca, se tenía que sacar el casco y llevarlo en la mano. Los niños nos poníamos a reír y a saltar en un pie, pero cuando nos echaba una mirada simulábamos no habernos dado cuenta de nada. El señor Simr era un alemán de Sluknov; si todavía vive –Dios quiera– apostaría a que aún habla el checo tan mal como entonces. "Han de saber –acostumbraba decir– que lo aprendí en un año."
Esa vez el señor Vojtisek se puso el gorro azul bajo el brazo y metió la mano en los abismos del bolsillo de su largo sobretodo gris. Saludó al señor Simr, que estaba bostezando lleno de aburrimiento en su puesto, con las palabras "¡Que Dios lo ayude!", a las que respondió el señor Simr con un saludo militar. Después extrajo su hu­milde cajita de madera de boj para el rapé, la abrió ti­rando la tapa por medio de su presilla de cuero, y se la extendió al señor Simr. Este tomó una pizca y le dijo:
–Usted debe de ser muy viejo. ¿Cuántos años tiene?
–¡Bueno! –respondió el pordiosero, sonriente–, ya han de hacer unos buenos ochenta años que mi madre me dio a luz para alegrarse el corazón.
Con seguridad el lector estará admirado de que un por­diosero se animara a conversar con un vigilante tan afa­blemente, y de que éste no dejara de tratarlo de usted, como sin duda hubiera hecho con algún extraño o con un subordinado. Y también hay que considerar lo que enton­ces significaba un vigilante. No era uno de tantos. Sólo había cuatro: los señores Novak, Simr, Kedlicky y Weisse, que se turnaban de día en la vigilancia de nuestra calle. Eran: el minúsculo señor Novak, del pueblo de Slabec –quien tenía inclinación por determinadas tiendas a las que lo conducía su gusto por la capital de slibovice1–; el grueso señor Simr, oriundo de Sluknov; el señor Kedlicky, que venía de Vysehrad –siempre tenía gesto hosco pero era de corazón tierno–, y por último el señor Weisse, nativo de Rozmital –hombre alto, de dientes descomunales y amarillos–. De ellos se sabía de dónde venían, cuántos años de servicio al rey habían cumplido, y qué cantidad de hijos tenían. Todos gozaban del afecto de nosotros, los niños "del barrio". Nos conocían a todos y por eso po­dían informar siempre a las madres por dónde andaban correteando sus pequeños. Cuando el señor Weisse mu­rió en 1844, debido a las quemaduras sufridas en el incen­dio del "Renthaus", los vecinos de la calle Ostrauha lo acompañaron en su viaje postrero.
Pero ocurre que el señor Vojtisek no era tampoco un pordiosero como los demás. Ni siquiera vigilaba demasiado su apariencia de pordiosero: era bastante pulcro, al menos a principios de semana; tenía siempre bien atado el pa­ñuelo al cuello; su chaqueta mostraba a veces algún re­miendo, pero no como si fuera un trozo de tela añadido sin cuidado, ni de tono demasiado distinto al del traje. En la semana mendigaba en la Malá Strana. Podía pasar adonde se le antojaba y cuando la dueña de casa escuchaba su voz suave ante la puerta, acudía siempre con una moneda de tres centavos. Una moneda de este valor, medio krecjar, todavía valía algo en ese tiempo.
Pedía desde la mañana temprano hasta eso de las once, y entonces se iba a San Nicolás a oír la misa de las doce y media. En las proximidades de la iglesia jamás men­digaba, ni prestaba atención a los pordioseros sentados en la entrada. Luego iba a comer a cualquier parte, ya que sabía que en varias casas le guardaban una cazuela con sobras de la comida. En su comportamiento había algo de desembarazado y calmo, algo que quizás había hecho decir a Theodor Storm en una poesía: "¡Si pudiera ir mendi­gando por los campos!".
El único que no le daba dinero era el señor Herzl, ve­cino del fondo de nuestra casa. El señor Herzl era un hombre alto y brusco al hablar, hecho que se le podía disculpar. Al menos el señor Vojtisek se lo disculpaba. En vez de dinero le daba un poco de polvo de rapé. En tales ocasiones –el encuentro se desarrollaba los sába­dos– se llevaba a cabo el mismo diálogo:
–¡Ah, señor Vojtisek, qué mala época es esta!
–Es cierto, y no va a mejorar en tanto no se ponga el león del castillo en la hamaca de Vysehrad.
El señor Vojtisek aludía al león de piedra de la torre de la catedral de San Vito. Lo cierto es que esa asevera­ción del señor Vojtisek se me había quedado grabada en la cabeza. Que dicho león pudiera, como yo, irse de pa­seo por el puente de piedra hasta el Vysehrad y sentarse en la hamaca que se encuentra allí no era cosa que pu­diera poner en duda con decencia y en mi carácter de hombre serio. ¡Ya tenía ocho años entonces! Lo que no me cabía en la mente era de qué manera sobrevendrían tiempos de bonanza a partir de ese paseo.

Era un bello día de junio. El señor Vojtisek salió de San Nicolás poniéndose su gorro azul para taparse del sol, y cruzó despacio la Plaza de San Esteban, como ahora se la denomina. Se detuvo ante la estatua de la Santísima Trinidad y se sentó en uno de sus peldaños. Atrás se oía el alegre murmullo de la fuente, el sol daba su tibieza, ¡la vida era hermosa! Era claro que el señor Vojtisek co­mería en alguna casa en que no acababan de almorzar hasta pasadas las doce.
Ni bien se instaló, se puso de pie una de las mendigas sentadas en el portal de San Nicolás y caminó hacia él. Le decían "la viejita de los millones". Otras mendigas auguraban que la limosna que recibían volvería cien veces incrementada a sus bienhechores; en cambio ella nunca se conformaba con menos de "millones y millones de ve­ces". Por eso la mujer del oficial Hermann, que asistía a todos los remates de Praga, nunca le daba limosna a otra. La de los millones caminaba erguida cuando quería, y rengueaba a voluntad. Ahora venía erguida y recta­mente hacia el señor Vojtisek, ubicado al pie de la esta­tua. Su vestido de algodón barato, que tapaba su cuerpo magro, no hacía casi ruido mientras caminaba; el pañuelo azul se sacudía sobre la frente con cada paso de la mu­jer. Su rostro siempre me había resultado terriblemente odioso. Era un conjunto de arruguitas que se le dirigían, como fideos finos, hacia la nariz puntuda y la boca. Tenía ojos verde-amarillentos, como un gato.
Se paró próxima al señor Vojtisek.
–¡Alabado sea Jesucristo, Nuestro Señor! –dijo ha­ciendo una mueca.
El señor Vojtisek hizo nada más que un gesto afirma­tivo con la cabeza, como indicando su acuerdo.
La vieja de los millones se sentó en la otra punta del peldaño y estornudó: "¡Brr!". Después dijo:
–No me gusta el sol; cuando me da en la cara me hace estornudar.
El señor Vojtisek no respondió.
La vieja de los millones se echó el pañuelo algo más atrás, descubriéndose el rostro. Sus ojos guiñaban como los gatos al recibir los rayos del sol; tanto los cerraba como relucían bajo la frente como sendos puntos verdes. La boca se le movía sin cesar, nerviosamente; cuando la abría se notaba que en el maxilar superior, adelante, tenía un solo diente, totalmente negro.
–Señor Vojtisek –comenzó de nuevo–, señor Vojtisek, yo digo siempre: ¡si quisiera usted!
El señor Vojtisek estaba callado. Únicamente torció la cabeza y le miró la boca.
–Yo digo siempre: si el señor Vojtisek quisiera, él podría contarnos dónde hay buenas gentes.
El señor Vojtisek seguía impasible.
–¿Por qué me mira tan fijo? –preguntó al rato la de los millones. –¿Qué ve?
–Ese diente. Me pregunto por qué tiene ese diente solo.
–¡Ah, mi diente! –contestó. Y agregó: –usted sabe que perder un diente es como perder un amigo. Ya están en el cielo todos los que me apreciaron y me trataron decentemente. ¡Todos! Solamente queda uno, pero yo no sé quién es. No sé dónde estará ese amigo que Dios, en su piedad, ha puesto en la senda de mi vida. ¡Dios mío, estoy por demás olvidada!
El señor Vojtisek se quedó observando el piso ante sus pies, sin decir nada.
Una especie de sonrisa, como el reflejo de una alegría, cruzó el rostro de la mendiga, pero esa era una sonrisa odiosa y desagradable. Puso los labios en punta, como si el rostro entero se hubiera condensado allí como en un tallo.
–¡Señor Vojtisek!, los dos aún podríamos ser felices juntos... todos estos días he estado soñando con usted. Me parece que es la voluntad de Dios... ¡Está usted tan solo, señor Vojtisek! No tiene nadie que lo cuide... En todos lados tiene amigos... muchas buenas gentes... Yo viviría con usted. Tengo un poco de ropa de cama...
El señor Vojtisek se había ido levantando con lentitud. Al estar parado levantó con la mano derecha el gorro azul y:
–¡Antes tomaría arsénico! –dijo abruptamente. Se man­dó a mudar en el acto, sin saludar.
Después se fue hacia la calle de Ostruha. Un par de globos verdes refulgieron atrás de él hasta que dobló en la esquina.
Luego la vieja de los millones se bajó el pañuelo casi hasta la boca y se quedó inmóvil, sentada, durante mucho rato. Quizás se había quedado dormida.

Comenzaron a escucharse en la Malá Strana raros ru­mores. Quienes oían no les querían dar crédito: "¡El señor Vojtisek...!" El nombre se oía frecuentemente en las charlas y, cuando el rumor parecía aplacado, otra vez se escuchaba: "¡El señor Vojtisek!"
Rápidamente me puse al tanto. Se rumoreaba que el señor Vojtisek ya no era más pobre. Era dueño –por lo menos, eso se decía– de un par de casas pasando el río. No era cierto que vivía tras el castillo, cerca de Bruska.
–¡Se estaba burlando de las buenas personas de la Malá Strana! ¡Y desde hacía rato!
Hubo ira. Los hombres se enojaron, se sentían afren­tados y abochornados de haber sido tan cándidos.
– ¡Sinvergüenza! –exclamaba uno.
–La verdad –agregaba otro– es que nunca se lo vio mendigando en domingo. Quizás estaba en esos momen­tos en su casa, de comilona, con asado y todo.
Las mujeres dudaban, no obstante. El rostro franco del señor Vojtisek les parecía demasiado honesto, a pesar de lo que se decía.
Pero empezó a circular otro rumor más grave: según las últimas informaciones, el pordiosero tenía dos hijas que se las daban de damas. Una estaba de novia con un ofi­cial y la otra se quería dedicar a hacer teatro. Usaban guantes, y se iban a pasear al parque Stromovka.
Esto venció la reticencia femenina.
En dos días, por así decir, se invirtió la fortuna del señor Vojtisek. Todos lo rechazaban con el argumento de "estos malos tiempos que corren". En los sitios en que antes le guardaban comida le decían ahora que no les había quedado nada, o peor aún: "Somos gente pobre, no hemos tenido para comer más que lentejas, y eso no es cosa buena para usted". Los chiquillos de la calle le hacían ronda gritando: "¡Propietario!, ¡propietario!"
Un sábado en que yo estaba parado frente a mi casa vi llegar al señor Vojtisek. El señor Herzl, como era usual en él, estaba apoyado en el marco de la puerta de en­trada. Víctima de un temor inexplicable, me metí corrien­do en la casa, ocultándome tras una de las hojas del portón. Atisbando por la hendija entre las bisagras vi claramente al pobre señor Vojtisek.
Le temblaba el gorro entre las manos. No tenía su ancha sonrisa de antes. Doblaba la cabeza, con los ama­rillentos cabellos alborotados.
–¡Alabado sea Jesucristo, Nuestro Señor! –dijo como saludo, con voz temblorosa.
Casi no se animaba a levantar el rostro. Tenía los carrillos pálidos y los ojos apagados, trasuntando cansancio.
–¡Qué bueno que ha venido! –dijo el señor Herzl–, ¿No me prestaría veinte mil florines? No se inquiete, que no los arriesgará: yo le voy a hacer una hipoteca. Me han ofrecido en venta "El Cisne", la casa de al lado.
No acabó.
Al señor Vojtisek se le llenaron de lágrimas los ojos medrosos.
–Pero... pero... –exclamó sollozando–, pero, ¿acaso no fui siempre una persona decente?
Cruzó la calle con pasos inseguros y se arrojó en la en­trada externa del castillo. Dejó caer la cabeza casi hasta las rodillas y se puso a llorar tristemente.
Entré temblando en la habitación de mis padres. Mi madre, que estaba parada delante de la ventana, mirando la calle, me preguntó:
–¿Qué le ha dicho el señor Herzl?
Estuve un rato contemplando al señor Vojtisek, que no paraba de llorar. Mí madre, que se había ido a disponer la merienda, regresó a la ventana, estuvo mirando un momento y se fue otra vez, meneando la cabeza como para señalar su disconformidad con lo que acababa de pasar.
En ese instante, el señor Vojtisek se puso en pie con lentitud. Apurada, mi madre cortó una tajada de pan, la colocó encima de una taza de café y salió de prisa. Lo llamó, le hizo señas, pero el señor Vojtisek nada vio ni escuchó. Mi madre fue hasta él y le acercó la taza. El señor Vojtisek la miró, al rato murmuró en un susurro: "¡Dios se lo pague!" y agregó: "Pero en este momento no me pasaría nada".

No mendigó más en la Malá Strana. Tampoco podía ir a las casas del otro lado del río, ya que allí era un des­conocido para los vecinos y los vigilantes. Se instaló, en consecuencia, en la Plazoleta de los Caballeros de la Cruz, justo enfrente de la guardia militar, cercano al puente. Siempre lo veía en ese lugar cuando, disponiendo de quince minutos libres, nos hacíamos una escapada hasta el otro lado del río para mirar las vidrieras de las librerías de Staré Mesto1. Tenía siempre el gorro en el suelo, ante los pies, la cabeza indefectiblemente caída sobre el pecho, y un rosario en la mano; no prestaba atención a nadie. Su cabeza calva, sus carrillos y sus manos ya no tenían ese saludable tono rosado de hasta hacía poco; la piel de su rostro tenía un color amarillento y estaba cruzada por incontables arrugas. Y... ¿he de decirlo? Y... ¿por qué no? desde ese momento ya no me animé a acercármele, siempre hice rodeos por atrás para dejarle una moneda –la que otrora le daban en mi casa todos los jueves–, sin que me viera, escapando a toda carrera.

Un día frío y brumoso de febrero. En la calle aún había luz; los vidrios de las ventanas estaban tapados por grue­sa capa de hielo donde refulgían los reflejos amarillen­tos del fuego de la chimenea. Ante la casa crujían las ruedas de un pequeño carro y se oía ladrar a unos perros.
–Hijo, corre a traer un poco de leche –me dijo mi mamá–, pero tápate bien la garganta.
Afuera se encontraba la lechera, encaramada en su pequeño carro, y al lado de éste, el señor Kedlicky, el vigilante. Un cabo de vela de sebo brillaba sosegada­mente en el interior de un farol cuadrangular que pendía del carro.
–¿Qué es lo que me cuenta del señor Vojtisek? –pre­guntó la lechera, interrumpiendo la operación de revolver la leche con un cucharón. (Pese a que los lecheros te­nían expresamente prohibido batir la leche con un cucha­rón para hacerla pasar por leche con mucha nata, la lechera lo usaba, pero como ya he dicho, el señor Kedlicky era hombre de buen corazón.)
–Sí, señor –respondió–. Lo hallamos más allá de medianoche, en Oujezd, junto al cuartel de los artilleros. Ya estaba duro del todo, y lo pusimos en la capilla ar­diente del convento de las Carmelitas. Sólo tenía puestos una chaqueta harapienta y un par de pantalones arrui­nados; abajo, ni camisa tenía.

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