lunes, 7 de mayo de 2007

Melmoth el Errabundo (Charles Robert Maturin)


Ése -prosiguió el desconocido- es el más exquisito refinamiento del arte de torturar en el que esos seres son tan expertos: colocar la miseria al lado de la opulencia; permitir que el desventurado muera por falta de alimento, mientras oye el rumor de los espléndidos carruajes que hacen estremecer su choza al pasar, sin dejar atrás alivio alguno; permitir que el laborioso y el imaginativo desfallezcan de hambre, mientras la orgullosa mediocridad hipa saciada; permitir que el moribundo sepa que su vida podría prolongarse con una simple gota de ese estimulante licor que, prodigado en exceso, sólo produce degradación y locura en aquellos cuyas vidas socava; hacer esto es su principal objetivo, y lo logran plenamente. El infeliz que soporta, a través de las grietas, los rigores del viento invernal que se clava como flechas en sus poros, con las lágrimas que se hielan antes de llegar a desprenderse, con el alma tan entenebrecida como la noche bajo cuya bóveda estará su tumba, y con los labios pegados y viscosos incapaces de recibir el alimento que implora el hambre alojada como carbones ardientes en sus entrañas, y que, en medio del horror de un invierno sin cobijo, prefiere su desolación al antro que usurpa el nombre de hogar, sin alimento y sin luz, donde a los aullidos de la tormenta responden esos otros más feroces del hambre, donde tropieza, en un rincón oscuro y sin paja, con los cuerpos de sus hijos tendidos en el suelo, no descansando, sino desesperados. Ese ser, ¿no es suficientemente desdichado?

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